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lunes, 9 de diciembre de 2013

EL FANTASMA DE LAS NAVIDADES versión 2.11.5



EL FANTASMA DE LAS NAVIDADES versión 2.11.5


            Madre e hija discutían amargamente en el comedor mientras el padre intentaba pasar del asunto atendiendo con más intensidad a la televisión. Al fin y al cabo, su opinión estaba más que confirmada, aunque, desde luego, no aceptada por Gabriela, su hija de catorce años que no dejaba de insistir en que su causa era justa.
—Pero, mamá, yo lo quiero…
—Tú lo quieres, tu lo quieres… ¿Y qué hay de lo qué queremos nosotros? —replicó Lucía llevándose las manos a la cabeza— ¿Pero no te das cuenta que no tenemos dinero para todo lo que nos pides?
—Sólo os pido una tablet… —añadió Gabriela apretando con rabia los labios.
—Y un nuevo teléfono móvil de cuatrocientos euros con conexión a Internet, y ropa, y dinero para el Fin de Año… —continuó hablando Raúl, el padre, mirando a su hija.
—Pero, papá, es lo que tienen mis amigas. ¡Soy la única que no tiene nada de eso!
—Hija, pero es que no podemos darte todos los caprichos…
—No son caprichos, son mis regalos de Navidad, es lo justo.
            Lucía volvió a llevarse las manos a la cabeza, pero no dijo nada, porque comprendió que su hija se mostraba tozuda, lo propio a su edad, y no entraba en razones. Aunque llevaban toda la tarde discutiendo, a Gabriela no le acababa de entrar en la cabeza que sus padres no tenían tanto dinero y que tendría que limitarse a ropa y algo de dinero por regalos de Reyes Magos. Su padre le había intentado convencer de que los regalos en Navidad no eran un derecho, ni una obligación, sino un privilegio, y que debería sentirse agradecida de poder celebrar las fiestas.
            Cuando a Gabriela se la comunicó que no tendría lo que pedía, ésta entró en terrible cólera e imprecó a sus padres por lo que consideraba un injusto proceder. Sería el hazmerreir de sus amigas, todas con teléfonos móviles de última generación, y tablets y otras cosas tan insustanciales y banales como importantes para Gabriela. Sus padres no la podían  hacer esto, porque quedaría en ridículo entre la pandilla, como la tontita de padres pobres.
—¡Es qué es lo que somos, hija! —estalló de impaciencia Lucía— Bastante nos sacrificamos con tus estudios y con darte de comer.
—Y ni siquiera sacas buenas notas —añadió el padre.
—¡Siempre con la misma historia! —gritó Gabriela— ¡Para una vez que os pido algo! ¡Os odio! ¡Son las peores Navidades de mi vida!
—¿Qué nos pides una vez? —Lucía puso los brazos en jarras en la cintura y meneó la cabeza con disgusto— Tendrás ropa y un poco de dinero, y no se hable más.
—¡Esos regalos son pura basura! ¡No los quiero!
—Jovencita, ya estoy harta de ti. A tu cuarto y ya hablaremos mañana.
            Lucía señaló con el dedo el pasillo y Gabriela se marchó a gran velocidad encerrándose en su cuarto. Estaba furiosa, dolorida por la forma en la que la trataban sus padres. Al fin y al cabo, era su obligación hacerle regalos por Navidades. Sacó el teléfono móvil de su bolsillo, una “reliquia” que tenía un año, y conectó el WhatsAPP, dirigiéndose inmediatamente a su grupo. Allí estaba su mejor amiga, Janina. La mandó un mensaje pidiendo en voz baja que estuviera conectada.
++Hola++ —escribió Gabriela en la pantalla táctil del teléfono con rapidez.
++Hola++ —no tardó en responder Janina— ++K pasa?++
++Aqi en casa harta d mis padres++
++K pasa?++
++No me van a regalar la tablet ni tlf.++
++Ke putada++
++Sí, les odio. Tía, no digas nada++
++No, pero dijiste a Lucas que tendrías tablet!!!!++
++Sí, esto es una mier… Mis viejos me amargan la vida y Lucas no se va a fijar en mi por su culpa. Son unas Navidades horribles, mis padres no valen para nada. No conozco a nadie k pase una peor Navidad k yo. Y encima me vienen con discursos++
++Siempre los mismos rollos++
++La vida es un asco. No tengo nada y voy a ser la idiota del grupo con la asquerosidad de móvil k tengo ahora. Desafío a quien sea k me muestre a quien lo esté pasando peor k yo en estas Navidades++
++Hola++
            Gabriela se quedó sorprendida mirando su móvil. ¿Pero quien se había metido en mitad de su conversación con Janina? El usuario respondía al nombre de Fantasma. No conocía a nadie con ese nick. ¿Sería algún amigo gastándole una broma?
++Hola++ —insistió el tal Fantasma.
++Tía, le has dado mi WhatsAPP a un gili k se llama Fantasma????++
++No++ —respondió Janina con el icono que mostraba sorpresa.
++Quien eres? Y k haces con mi WhatsAPP???? Eres un salido???++ —nada más escribir eso y enviarlo Gabriela se arrepintió. Tal vez era Lucas haciéndose pasar por ese Fantasma.
++No, no soy un salido. Soy un fantasma++
++Sí, claro, d k vas????++
++Has lanzado un desafío y he recogido el guante++
++K??? Eres imbécil??? Tío, sal d aquí. T borro++
++No, no puedes borrarme. Prepárate++
++Para k? K cojones quieres, gilipollas???++ —Gabriela puso el icono de muy enfadado. Iba a apagar el móvil, pero tuvo tiempo de leer el último mensaje.
++Nos vamos de viaje++
            Gabriela sintió como la habitación se ponía a dar vueltas a una velocidad increíble, haciéndola sentirse extraña, aunque, cosa rara, no se mareó, sino que sintió una terrible pesadez en sus miembros y un sueño que la obligó a cerrar los ojos y caer de espaldas a la cama.

* * *

            Desde el primer momento que despertó, Gabriela se dio cuenta que ya no estaba en su casa. Ni tan siquiera le hizo falta abrir los ojos. Fue una sensación poderosa la que le dijo que su situación había cambiado y puede que no para mejor. Se incorporó de la cama y abrió por fin los ojos. No reconoció el lugar. Era una pequeña y medio destartalada habitación con una sola ventana por donde entraba una gran luminosidad. La pintura se encontraba desconchada por algunas partes de las paredes, pero debía ser normal a juzgar por el calor y la humedad que se apreciaba. 


            Gabriela se levantó y observó la cama, grande y con sabanas limpias pero muy gastadas y con remiendos. Un pequeño armario de madera oscura, una silla de cañas y un arcón tan deslustrado y gastado como el resto del mobiliario era todo lo que había allí. De la puerta, que se encontraba abierta, le vino el olor de algo que se estaba guisando, algo que Gabriela tampoco pudo reconocer, pero que estaba claro era comida. Y entonces vino el pánico. ¿Dónde estaba, qué era este lugar? Se puso en pie y casi se cayó al suelo porque le costó mantener el equilibro. ¡Era más pequeña! ¿Cómo era eso posible? ¡Y sus pies estaban descalzos! ¡Y la piel era muy morena! Y las manos, los brazos… Gabriela quiso gritar, pero antes de que pudiera hacerlo una voz potente y autoritaria dijo.
—Silencio. No grites. No pasa nada.
            Gabriela miró a todas partes, pero no había nadie. ¿Se habría imaginado la voz?
—¿Hola? —dijo no muy convencida. Se tapó de inmediato la boca con las dos manos. Su tono de voz era muy agudo, el propio de una niña de siete u ocho años, o quizás menos.
—Hola, no chilles, soy Fantasma.
—¿Fantasma? ¿Qué es esto? Quiero irme a casa. ¿Y porque no te veo?
—Eh, calma, no tantas preguntas. No me ves porque soy un fantasma, ya te lo dije, el fantasma de las Navidades, ja. No te puedes ir a casa.
—¡Voy a llamar a la Policía! ¡Quiero irme a casa! —gritó Gabriela alzando sus puñitos.
—¡Qué no, leches! —respondió Fantasma. Su voz retumbaba por la pequeña habitación y parecía salir de todas partes— ¿No querías conocer a alguien que pasara unas peores Navidades que tú? Pues hala, dicho y hecho. Y ya me puedes dar las gracias, que te podría haber mandado a sitios peores, pero como primera lección te vale. Bueno, me voy, que tengo mucho trabajo.
—¿Cómo qué te vas? ¿Esto qué es? ¿Pero dónde estoy? —a Gabriela el corazón parecía que se le iba a salir del pecho de la fuerza con la que latía. ¿Pero qué le estaba diciendo el loco ese que afirmaba ser un fantasma?
—Bienvenida a San Juan Cotzal, en Guatemala. Eres Martina, una adorable niñita de siete años. Pertenece a una familia humilde, tiene otros cuatro hermanos, dos de ellos mayores. Sus padres son pobres, pero trabajadores y honrados. En suma, valientes de verdad. Aquí te quedas y aquí vas a vivir la vida de Martina.
—¿Qué? —gritó loca de miedo Gabriela— ¡Es imposible! ¡Esto es una pesadilla!
—No lo es, y te recomiendo que te adaptes, porque vas a estar así mucho tiempo. Me voy, adiós.
—¡No, espera, no te vayas! ¿Hola? —pero ya nadie respondió a Gabriela/Martina.
            Gabriela/Martina estuvo mucho rato paralizada por el miedo, con los ojos cerrados y rogando que todo fuera un sueño. Seguro que cuando abriera los ojos todo estaría bien y en casa con sus padres. Pero no, porque al abrirlos descubrió que seguía en aquella humilde habitación. Se levantó, ya no parecía tener problemas de equilibrio, como si su mente se estuviera adaptando a su nueva situación espacio temporal. Con paso titubeante se dirigió al armario, no muy consciente sobre lo que hacer o actuar. Abrió una de las puertas y vio que en el interior había un espejo de cuerpo entero con una de las esquinas rajadas. Se pudo contemplar, una niña de pelo largo, espeso y muy liso, de color negro intenso, de rasgos infantiles y unos enormes ojos oscuros y almendrados. Su piel era oscura, de tonos cobrizos, y vestía con pantalones y jersey de lana de color verde. Gabriela/Martina se desmayó.

* * *

            Y así fue como Gabriela se convirtió en Martina y vivió su vida, que era muy diferente a la regalada que tenía con sus padres allá en España. Para empezar, todas las mañanas, muy temprano, debía levantarse para ayudar a su madre a preparar el desayuno, que, en el mejor de los casos, se componía de leche caliente y algunas galletas. Y es que la familia de Martina era muy humilde. La madre trabajaba en casa y también ayudaba al padre, que poseía unos pequeños huertos donde trabajaba, con otras personas y familiares, de sol a sol, como se solía decir. Y aún así, apenas entraba dinero en la casa más allá de para pagar los gastos corrientes y necesarios. Por eso no existían lujos ni cosas superfluas en aquella casita ni, por supuesto, televisión ni Internet. ¿Para qué? Allí no lo necesitaban.
            Claro, Gabriela se quejó los primeros días, pues al fin y al cabo no era Martina y quería irse a su casa, a la de verdad, pero nadie la creía. Todos se rieron de ella, pensando que eran cosas de una niña con mucha imaginación y ganas de gastar bromas. Así que a Gabriela no le quedó otra que aguantar la rabia e impotencia y vivir la dura situación en la que se encontraba. Después de ayudar a la madre a cocinar al colegio, a pie, nada de viajar en coches con aire acondicionado o calefacción, no, a pie, daba igual que hiciera Sol, lloviera o frío. Y en el colegio nada de ordenadores, ni lujos, ni restaurantes, ni salas especiales donde dar clases. Un pequeño edificio de piedra y ladrillo encalado, con un tejado de tejas rojas, un maestro y un par de cuadernos con sus lápices y a recitar la lección. Y todos tan agradecidos, porque sabían que era un lujo el poder dar clase y ser educados, derecho esencial en los niños.
            Y por la tarde, de vuelta en casa, a cuidar de los pequeños, que eran como lagartijas, nunca quietos y llevando la paciencia de Gabriela al límite. Y ya tan chiquita realizando labores del hogar, o ayudando al padre a limpiar judías, maíz o cualquier otra verdura o legumbre que trajera del huerto, pues normalmente esa solía ser la comida. Por las noches Gabriela lloraba desconsolada en la cama, porque su vida era horrible y porque no la soportaba. Echaba mucho de menos a sus padres y sus amigos, y también la vida, ahora se daba cuenta, de lujo que llevaba en España y que no aprendió a apreciar en su justa medida; ni a disfrutar. Pero tampoco podía llorar muy alto, porque compartía el lecho con su otra hermana pequeña, no había más espacio en la casita.


            Cuando salía a jugar a la calle con las amigas nada de irse a hamburgueserías, o al cine, o a compartir chismes con las amigas a través del WhatsAPP, ah, no señor. A jugar al campo, o al descampado, a un parque de tierra dura con columpios de metal que se antojaban máquinas de tortura, donde los críos se despellejaban las rodillas pero se lo pasaban súper divertido. Y juegos de saltar, esconderse, de imaginar y de utilizar palos, piedras y muñecas sencillas de trapo para simular cenas en casas de marqueses y adinerados, de princesas y unicornios, porque allí las niñas eran princesas y soñaban con terminar el colegio, seguir estudiando y convertirse en personas de gran valía para ayudar a sus vecinos, amigos y familiares. Y Gabriela pensaba que como era posible que Martina lograra vivir una vida con tantas carencias.
            Hasta que se dio cuenta que la única que tenía carencias en la vida era ella, Gabriela. Porque Martina podría ser pobre, le podrían faltar muchas cosas, pero vivía la vida con intensidad, sin rencor, sin culpar a nadie, con vigor, valor y honestidad. Porque Martina era luchadora, alegre y luminosa, y poseía una familia a la que quería mucho y que a su vez la querían también.
            Y cuando llegó el día de Navidad a Gabriela le regalaron un par de zapatos nuevos y una muñeca de trapo, con un vestido típico de la región. Y la familia comió dulces y hasta carne, y cantaron y rezaron al Señor, dando gracias por aquellas bendiciones y poseer techo, comida y los unos a los otros. Y Gabriela aquella noche volvió a llorar, porque comprendió cuales eran los verdaderos valores y las medidas en las que tasar a una persona. Se maldijo por estúpida, superficial y vanidosa. No sabía si había aprendido la lección, pero se juró que pasara lo que pasara, a partir de ese día valoraría lo que tuviera con el valor real, justo y lógico. Mucho le costó poderse dormir aquella noche.

* * *

            Cuando despertó, Gabriela notó algo raro, y es que seguía estando oscuro. ¿No era de día? Alargó la mano buscando el cuerpo de la hermana pequeña de Martina, pero no halló más que vacío. Se incorporó y entonces, con el corazón latiendo con fuerza, tuvo un presentimiento. Casi sin poder contener la alegría se echó a un lado de la cama, se acercó a la mesilla de noche y encendió la luz de la lámpara, revelando que, como sospechaba, se encontraba de nuevo en su habitación, en España.
            ¡Sí! Exclamó dando palmas. ¡Era su casa! Se levantó de la cama y se miró el cuerpo. Era otra vez el suyo, el de Gabriela. ¡Todo había sido un sueño! Un sueño extraordinariamente largo y vívido, pero sueño al fin y al cabo, porque el reloj calendario de la pared indicaba que no había pasado ni una hora. No pudo contenerse y las lágrimas salieron de sus ojos, porque sueño o no, lo cierto es que aprendió la lección. No sabía si Martina existía realmente o no, si todo fue fruto de su imaginación, si aquello fue algo inducido por Dios o es que no había explicación, pero las experiencias vividas cuando creyó ser Martina calaron fuertemente en su alma, corazón y mente. ¿Fue un sueño?
            El sonido de su teléfono móvil la sacó de sus pensamientos. Había entrado un mensaje a través de WhatsAPP. Gabriela cogió el aparato, que estaba sobre la cama, y miró en la pantalla.
++No ha sido un sueño. Ve a abrazar a tus padres, corre++ —y firmaba Fantasma.
            En esta ocasión Gabriela no tuvo miedo, sino que esbozó una gran sonrisa, salió a toda prisa de la habitación y marchó al comedor, encontrando a sus padres allí sentados viendo una película por televisión. Sin mediar palabra se abalanzó sobre ellos y les colmó a besos y abrazos, diciéndoles cuantos les quería y que daba igual que le regalaban por Navidad, porque el mejor regalo que podía tener era contar con su cariño.
            Lucía miró a su marido y este se encogió de hombros, pero los dos agradecieron los gestos de su hija. Gabriela, por su parte, pensó que sí, que había aprendido la lección, y que si Martina existía, ojalá tuviera una vida plena y dichosa, porque la Vida es un don del que debemos sentirnos agradecidos.



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       Este relato ha sido escrito por Juan Carlos Sánchez Clemares, a quien pertenecen todos los derechos de autor y de publicación. Si deseas colgar este relato en alguna página, o tomar una parte de él, antes pide permiso al autor.  









jueves, 7 de noviembre de 2013

CRÓNICAS DE UN FRIKI II



CRÓNICAS DE UN FRIKI II

LOS CÓMICS (o tebeos); primera parte.
LA INFANCIA.

            Como ya he dicho en otras ocasiones, pero nunca me cansaré de repetirlo, mi afición a leer me vino desde muy pequeño, en concreto, a los cinco años. Fue gracias a mi madre y a la educación que me dio, no solamente enseñándome a leer y escribir en casa, sino también mediante ejemplo, pues mi madre, para muchas cosas, siempre fue un ejemplo. Mis recuerdos más antiguos son ver a mi madre siempre leyendo algo, un libro, una novela o un cómic, que entonces se llamaban tebeos y que para esta parte de las crónicas utilizaré más a menudo.
            Decía, que mi madre me enseñó a leer y escribir con cinco años, y dado que los hijos tienden a imitar a los padres, no tardó en calar en mi la afición a la lectura (o quizás venga ya en los genes, quien sabe). Para que las enseñanzas entraran mejor en mi infantil mente, mi madre utilizó el truco de enseñarme a leer y escribir tanto con tebeos como con novelas del Oeste o de Ciencia-Ficción; pero de la parte de los libros y novelas hablaré en su apartado correspondiente. Los primeros tebeos que leí fueron los de la época, de la década de los 70, pero también de algunos incluso más antiguos que por entonces todavía perduraban. Así, de memoria, puedo decir que leí las historias de Roberto Alcázar y Pedrín, Turok el guerrero de Piedra, el Guerrero del Antifaz, el Hombre Enmascarado, el Capitán Trueno, el Jabato y otros muchos más, como otras revistas de diferente corte, como Pulgarcito, el popular TBO y otras colecciones.
            Pero lo cierto es que, aunque cumplieron su propósito, esos tebeos no terminaban de convencerme. Me explico. Roberto Alcázar y Pedrín y todas sus variantes me parecían historias aburridas y dibujos más bien pobres. No me gustaban demasiado, ni tampoco las aventuras del Guerrero del Antifaz o el Capitán Trueno, por más que fueran personajes españoles y se movieran en ambientes históricos, es decir, la Historia, una de mis pasiones actuales. No, había algo que impedía que dichas historias me llenasen. Ya desde muy pequeño comenzaba a aflorar en mi persona una de mis grandes aficiones, la Historia de Roma, y mis primeros contactos con esa antigua y esplendorosa cultura vinieron gracias a los tebeos de El Jabato, del mismo guionista que el Capitán Trueno (Víctor Mora al guión y Francisco Darnís al dibujo). El Jabato era diferente, los personajes se movían por ambientes antiguos, con mitologías y leyendas que en mi joven mente calaron profundamente, pero sobre todo quedé obnubilado por el poderío y majestuosidad de la Roma Imperial.
            Con todo, tampoco El Jabato supuso una gran influencia respecto a los tebeos. En mi infancia hubo una serie de colecciones y personajes que sí supusieron un antes y un después en mis gustos sobre los cómics, unos tebeos que perseguía con autentica ansia por frutos secos, quioscos y el patio del colegio, porque eran esos los que deseaba leer y devorar letra por letra con fruición.

Llegan los geniecillos azules, los detectives más disparatados del cómic, un galo irreductible, un pato con antifaz y los tebeos de los grandes clásicos de la literatura.

            Sí, esos fueron los tebeos que forjaron mi oscura alma y corazón de piedra, los tebeos que me hicieron pasar los momentos más mágicos, breves y eternos, y maravillosos de mi infancia en cuanto a la lectura. Me refiero a Los Pitufos, Astérix el galo, Mortadelo y Filemón, Patomas, 13 rue del Percebe, Zipi y Zape, otros personajes similares y Las Joyas Literarias Juveniles de Ediciones Bruguera, recreaciones en formato tebeo de los grandes clásicos de la literatura de todos los tiempos. ¡Emoción y nutriente en grandes toneladas para la mente!
            Pero antes de hablar de estos monstruos de la Historia del Cómic, bueno sería detallar como era yo por entonces, un zagal de apenas siete u ocho años que siempre iba con un tebeo en la cartera del colegio o que tenía por casa, reverenciados como tesoros, sus tebeos guardados primorosamente en cajones para que no se estropearan. A pesar de lo que puedan creer muchos de los que me conocen actualmente, yo era un niño bueno, es decir, callado, introvertido y sumamente dócil. Sí, así era yo. Mi madre me llevaba con ella de visita a las casas y me decía: “siéntate ahí, en esa silla”, y yo obedecía y me sentaba tranquilo hasta que mi madre me dijera lo contrario. No dejaba de ser un niño, claro, y cuando me juntaba con los amigos, mis primos o mis hermanas no dejaba de jugar, corretear y armar bulla, y he armado mis buenas travesuras, pero por lo general era tratable, quieto, silencioso y obediente. Pero el colmo era cuando me daban algo para leer. Mi madre, que me alentaba siempre en esa faceta, cuando llegábamos a una casa, preguntaba si en ella había algo para leer, y como ese algo fuera un tebeo, Carlitos lo tomaba con manitas expectantes, brillantes los ojos, se ponía a leer y era como si hubiera muerto, porque sencillamente ya no había niño. Mi mente estaba demasiado ocupada asimilando lo que leía en el tebeo y mis ojos contemplando los dibujos al detalle.
            Por aquel entonces la lectura entre los niños y los adolescentes se intentaba propagar mucho más que en la actualidad, por eso no era raro encontrar cómics y libros en muchos sitios a pesar de que estos fueran humildes, porque aunque pueda parecer increíble e irónico, se leía mucho más antes que ahora. Así fue como conocí Los Pitufos, de Peyo. Mi madre me llevaba a casa de una prima suya que compraba a sus hijos estos tebeos, que por entonces también los publicaba Bruguera a la friolera de 75 pesetas de la época, que no era moco de pavo. Por supuesto, no tardaron en caer en mis pecadoras manos dichos tebeos y enseguida descubrí a los increíblemente divertidos Pitufos que, para los más ignorantes, no son sencillamente historias para niños, sino que contienen un humor negro e irónico bastante genial, aparte de denuncias sociales hábilmente solapadas entre el humor y las pitufantes conversaciones. En mi memoria han quedado para siempre historias como “El Pitusímo”, “El ketekasco”, “Aprendiz de pitufo”, “La pitufita” o “Sopa de pitufos” entre otros, sin olvidar a “Los pitufos negros”, la primera historia de zombis, colegas, que se adelantó en años a los muertos vivientes de Romero. Los Pitufos fueron de los pocos tebeos que leyeron mis hermanas, así que gracias a ellas podíamos juntar nuestras exiguas pagas e ir rastreando por los quioscos todos los tebeos que salieron de los pequeños pitufos, incluidas las aventuras de Johan y Pirluit.
            Respecto a Astérix, lo descubrí en el colegio, posiblemente a la edad de entre diez y doce años, pues en la biblioteca del colegio tenían la colección entera. No solamente me atrajeron las historias sino que, una vez más, me encontré con Roma, aunque en este caso fuera una parodia totalmente falsa la creada por Goscinny y Uderzo, pero que no resta ni una coma a esa obra maestra del cómic. Las carcajadas y los momentos increíbles que pasé leyendo Astérix no tienen parangón. Al ser siempre en edición de tapa dura, Astérix era bastante caro y la única manera que poseía de poder leerlos era o bien a través de la biblioteca, o que algún conocido los coleccionara.
            Luego estaban los personajes tipo Zipi y Zape, Carpanta de Escobar, o 13 rue del Percebe, Pepe Gotera y Otilio y el botones Sacarino de Ibañez, Anacleto, agente secreto o Toby de Gallego y otros personajes españoles de por entonces. Aunque los únicos que realmente me gustaron fueron Mortadelo y Filemón del gran Ibáñez. Las aventuras de esos dos esperpénticos detectives a sueldo de la T.I.A. siempre han sido de mis favoritas. Y de sus historias las que se conocían como “largas”, es decir, nada de historias auto-conclusivas de dos o tres páginas muy en boga en la política editorial de Bruguera de la época. Existían varias revistas de Mortadelo y Filemón donde uno podía leer sus aventuras, Mortadelo semanal, Súper Mortadelo y luego la archí famosa Colección Olé y los Súper Olé, tomos donde se reunían en orden varias aventuras largas de los dos detectives.
            Otra de los tebeos que leía con fruición siendo niño era Don Miki, la revista juvenil de los personajes de Disney que editaba Montena. Las aventuras que más me gustaban eran las del Tío Gilito, Donald y sus tres sobrinos normalmente luchando contra los Golfos Apandadores que siempre andaban detrás de la fortuna del Tío Gilito, fortuna que guardaba moneda a moneda en un gigantesco edificio y que utilizaba como piscina descomunal. Según buceaba en su fortuna, el Tío Gilito, que era tacaño, sabía si tenía más o menos dinero. De todos estos personajes, más Mickey, Minnie o Pluto, el que más me encantaba era Patomas, que era un súper héroe que salía disfrazado por la noche a combatir el crimen. Ese Patomas no era otro que Donald, sobrino del Tío Gilito, y evidenciaba que a no muy tardar los cómics de superhéroes acapararían mi atención; pero de esto hablaré en su correspondiente apartado.
            Los Don Miky eran también unos tebeos bastante caros, o al menos lo eran para alguien que pertenecía a una familia de clase baja muy humilde como era mi familia entonces en los años 70. Tuve la fortuna de tener dos amigos que sus padres les compraban quincenalmente el Don Miky. Uno de ellos era mi mejor amigo en el colegio, Jaime, y con quien he pasado las mejores tardes de mi niñez. Ambos íbamos juntos al colegio de Madrid Juan Sebastián El Cano y Jaime vivía cerca de allí, algunas tardes pasábamos a su casa y nos leíamos unos cuantos Don Miky. Mi otro amigo era un compañero de las clases de judo, por lo mismo, salíamos del gimnasio y allá que leíamos los tebeos. Dado que no me dejaban llevarme a casa números para leer, mi estilo de lectura se basaba en leer lo más rápidamente posible y asimilando la mayor información de forma clara y concisa. Es decir, que si mis amigos se leían un tebeo, en el mismo tiempo yo me leía dos o tres, ¡eran oportunidades que había que aprovechar! De ahí viene el que sea tan rápido en la lectura y además me entere de lo que estoy leyendo.

Tebeos un poco más literarios.

            Siendo los cómics literatura al mismo nivel, en ocasiones, que la de los libros, siempre no se ha dejado de ver a los tebeos como un subgénero menor, como literatura encaminada a entretener a los niños, prepararles para lecturas más “serias” y poco más. Y esto es un grave error que el tiempo está reparando justamente. Pero por entonces los cómics, por muy buenos que fueran, apenas llamaban la atención. Una manera de darles un poco de más seriedad era que muchas editoriales procuraban atraer sobre sí la atención de los adolescentes o darle una patina más madura e intelectual a sus publicaciones, y nada mejor para ello que adaptar al tebeo a los grandes clásicos de la literatura de todos los tiempos.
            De mi niñez destaco la colección Las Joyas Literarias Juveniles de Ediciones Bruguera, donde me acerqué por primera vez a grandes obras maestras de autores como Julio Verne, Charles Dicken, Walter Scott, Emilio Salgari, Robert Louis Stevenson, Henryk Sienkiewicz, Mark Twain y tantos otros grandes maestros. Esta colección comenzó su andadura en 1967, pero fue tanto su éxito y su buen hacer, que perduró durante muchísimos años y rara era la biblioteca de un colegio que no solía poseer algunos números de la misma. Me encantaban estos tebeos, porque los guiones eran soberbios y los dibujos espectaculares, aunque algunos dibujantes me gustaran más que otros.
            Nunca pude llegar a comprar estos tebeos, porque la precaria economía de mi familia no permitía tales lujos, y mi aún más exigua paga semanal me incapacitaba el poder soñar con comprarlo. Así que, el truco era estar en la biblioteca o si no, en el hogar del hijo de la vecina de al lado de donde vivía mi abuela materna; y donde sigue viviendo, gracias a Dios. Yo tendría unos siete u ocho años, y ese chico quizás unos dieciséis o puede que un poco más, y para mí era un chollo cuanto que no solamente poseía tebeos de Las Joyas Literarias, sino también una fantástica colección de llaveros que tenía colgada por todas las paredes de su habitación. Era entrar en ese cuarto y pasarme los minutos fascinado viendo llaveros de todas las formas y después, premio, poder leer uno o dos tebeos que tan generosamente me prestaba aquel muchacho del que guardo grato recuerdo pero escaso conocimiento, pues ni me acuerdo de su nombre. Eran estos los premios a mi buen comportamiento allá donde fuera. Todo aquel que me conociera sabía que era un niño al que le apasionaba leer y era muy fácil mantenerme contento y quieto.

El superhéroe español por antonomasia.

            ¿Es un pájaro? ¿Es un avión? ¿Es Superman? Pues no, es Superlópez, el superhéroe más divertido y famoso de los tebeos españoles, creado por Jan, fue todo un éxito de ventas allá por los años 70 y 80, solamente superado por Mortadelo y Filemón. Aunque es cierto que Superlópez sigue editándose hoy en día, su calidad se encuentra a mil años luz de distancia de sus primeros años. Mi encuentro con este personaje fue de casualidad, pues teniendo unos diez u once años me encontraba con mis padres veraneando en Valencia, cuando una noche nos encontrábamos dando un paseo por el puerto cuando el interior de una cabina de teléfonos me llamó la atención. En dicha cabina, sobre el mostrador, se encontraba una revista y un pequeño monedero con monedas, creo que eran casi trescientas pesetas. El dinero se lo di a mi mami, pero el cómic me lo quedé enterito para mi, y era nada menos que “El Señor de los chupetes” de Superlópez, donde en su contraportada se encontraba anotada a bolígrafo los resultados de la quiniela de aquella semana; algún depravado había cometido semejante sacrilegio.
            Jope, alucinado me quedé con la historia, aunque en un principio me perdí y no logré entenderla por completo ni aprovechar toda su grandeza, puesto que por entonces nada sabía de Tolkien ni “El Señor de los Anillos”. No obstante, y aunque “El Señor de los Chupetes” no es una de mis historias favoritas de Superlópez, leí aquel tebeo como un millar de veces. Y cuando no lo leía, lo disfrutaba de otras formas. Por ejemplo, me dio por contar cuantos chupetes salían dibujados, o cuantas ratas, o cuantos cerdos (el que lo haya leído me entenderá) y así pasaba el rato y explotaba aún más el tebeo.
            Esto de contar cosas no lo hice solamente con Superlópez. Me acuerdo que también me entretenía contando los disfraces de Mortadelo en sus aventuras, o cuantos pitufos salían en aquella historia (¿era verdad que eran cien?) o los legionarios romanos en Astérix. O sea, que por aquel entonces, ya en mi tierna infancia, se demostraba que estaba majara perdido, como una cabra loca.
            De Superlópez también destaco las aventuras que me llenaron de ilusión y mantuvieron pegadas mis narices en sus tebeos durante horas y horas, como “El Supergrupo”, “La semana más larga”, “Los cabecicubos” o “Los alienígenas”.
            Pero también existía un problema con Superlópez, y es que el precio de sus tebeos también era demasiado caro para mi economía. Así pues, ¿cómo conseguí leer todos aquellos cómics? ¿Y cómo logré poseer algunos? A día de hoy, por ejemplo, sigo teniendo en mi poder ese ejemplar de “El Señor de los Chupetes” con los resultados de la quiniela en su contraportada.
            En el próximo capítulo de estas, las Crónicas de un Friki, abordaré el peliagudo asunto de conseguir tebeos, la ración semanal para mantener viva la adicción, el cambio de tebeos en quioscos y frutos secos (todo un alarde de diplomacia, negociación y habilidad) y lo arriesgado de intercambiar tebeos con los colegas. Además, el vuelco que supuso en mi personita el conocer unos cómics que abrirían mi mente a otras dimensiones e historias. Me refiero a los cómics MARVEL.


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