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martes, 19 de julio de 2011

CRÓNICAS DE UN CONQUISTADOR I: UN NUEVO MUNDO

Extracto de la novela:

El primero de mayo, muy de temprano, los centinelas en los meandros nos avisaron de que se acercaba una gran comitiva de indios haciendo sonar caracolas y tambores, y a la cabeza venía el quintalbor Tendile ataviado con ricas y vistosas ropas e impresionante tocado de plumas. Cortés dio la orden de colocar el toldo y la silla que semejaba un trono y vistió de negro, al contrario esta vez que mi persona, puesto que ya había pasado el tiempo suficiente de luto por la muerte de Cristóbal de Ávila. De todas formas, la mayoría vestíamos de oscuro, pues para evitar la oxidación y que el Sol calentara las armaduras y cascos, habíamos pintado los equipos de negro hacía relativamente poco, porque la grasa que utilizábamos para tales menesteres era cada vez más escasa y temíamos por el buen estado de los pertrechos. Los sirvientes indios del real se postraron muy respetuosamente ante la llegada del digno Tendile, que venía en litera precedido por gran humareda de inciensos y el estruendo de la música. Detrás de él iban en apretadas filas decenas de mexicas, todos desarmados, portando grandes bultos y petates, y algunos cargaban una especie de parihuelas sobre sus hombros y donde traían grandes objetos ocultos a la vista mediante telas y mantas. En el toldo esperábamos Andrés de Tapia, Pedro de Alvarado y sus hermanos Jorge y Gómez, Portocarrero, Diego de Ordás, fray Díaz, Sandoval, mi persona y un par de capitanes más, además de varios soldados, entre ellos Bernal Díaz, que gustaba de estar siempre presente en tales ocasiones. Tendile bajó de su litera con mucho señorío y se postró ante Cortés para tocar la tierra y luego llevarse los dedos a los labios. Los mexicas principales nos zahumaron en abundancia y el de Medellín, con buen ánimo, abrazó al quintalbor con efusividad y le dio la bienvenida al real. Tendile tomó asiento sobre una manta a la manera india, es decir, de cuclillas y tapando las piernas con su túnica, de modo que daba la impresión de estar sentado. Comenzó diciendo que su señor Moctezuma agradecía los regalos que los españoles le tuvimos a bien dar en la anterior ocasión, y como era amigo nuestro y respetuoso con su señor Hernán Cortés, rogaba que fuéramos tan amables de aceptar estas humildes ofrendas. Con gesto muy digno de la mano, pero también con cierta suficiencia, Tendile ordenó a sus sirvientes que nos colmaran de regalos. Los tesoros que voy a mencionar ahora fueron muchos y variados, de gran belleza y esplendor, y su número y valor fue tan grande, que no me puedo acordar de todo, pero hablaré de aquello que a los castellanos se nos quedó grabado en la mente por su lujo y magnificencia.
Los mexicas colocaron ante nuestros pies finas esterillas y sobre ellas etéreos paños aún cubiertos por el sudor de los tamemes. De los petates y sacos comenzaron a sacar muchos regalos: veinte ánades de oro, de muy prima labor y muy al natural, diez collares hechos de una fina hechura, y otros pinjantes, más doce flechas con sus arcos con cuerdas y dos varas como las de justicia de al menos cinco palmos, y todo esto de oro de buena calidad y obra vaciadiza. Treinta cargas de ropas de algodón blancas y de colores de múltiples labores con intrincados dibujos de pájaros, fieras y falsos ídolos, ora con motivos florales, ora con motivos geométricos de innumerables formas, y muchos penachos, aventadores y otras lindas plumas, algunas de oro y otras ricas y primorosamente trabajadas con hermosos hilos de plata y oro. Escudos, corazas, yelmos cubiertos de oro y plata, con rica pedrería y abundancia de jade, que para los mexicas era sagrado, pájaros de oro que movían la cabeza y las alas, pescados maravillosos que tenían una escama de oro y otra de plata fundidas al mismo tiempo y muchos más extraños animales que no podría decir que especie serían, aunque reconocí algunos monos que movían los brazos y las colas, también de oro y plata. Y muchos más trajes bordados con hilos dorados, y armaduras de algodón bellamente adornadas con pieles de jaguar o plumas de águilas, espadas de madera, la temible maquahuitl, con cuchillas de obsidiana tan afiladas como un acero toledano, chapadas en oro y con extraños jeroglíficos en ellas. Y gran número de pectorales, colgantes de orejas, collares, bezotes, brazales, piedras preciosas y libros de dibujos, sólo que en vez de estar pintados en tela o tiras de papel, en laminas de fino oro muy brillante y de gran calidad.
Todo eso y más fueron depositando los mexicas con reverencia ante nosotros, que permanecimos atónitos y con la boca abierta por la sorpresa y la conmoción. A pesar de que un hidalgo no debía mostrar sorpresa ante nada, no pudimos evitar que los ojos se nos fueran en pos del brillo de la riqueza y el poderío de Moctezuma, y nuestros ceñudos rostros se pintaron con infantiles sonrisas y espantosas carcajadas de felicidad porque, al fin, el sueño de gloria y riqueza de estas, antes solo fértiles, tierras se nos mostraba. Hasta ahora habíamos padecido quebrantos y muerte, y aparte de unas cuantas joyas y algo de oro, poco más se había sacado en claro, excepto batallar contra escuadrones de feroces indios, que cuando no eran tímidos, eran crueles y perversos. De la apretada selva sólo habíamos obtenido enfermedades y pesares, siempre luchando contra las alimañas, el agua salobre y las cerradas nubes de moscas y mosquitos que nos acosaban sin piedad. Y ahora he aquí todas esas maravillas a nuestro alcance, que ya desesperábamos de poder conseguir algo; y en nuestra vida habíamos visto tanto oro y botín junto. En nuestras personas se instaló el deseo, la codicia, el ansia de poseer todo aquello por lo que tanto habíamos sufrido, luchado y que muchos españoles incluso habían pagado con la vida. ¿E iba a ser algo de este tesoro nuestro? No, porque pertenecía por derecho a Diego de Velázquez, el gordo conquistador sedentario, miserable y ladrón, que siempre robaba el oro y la gloria a quienes justamente habían luchado por ella. Todo iría a parar a las ávidas manos de Velázquez, alma negra que medraba a costa de la sangre y las lágrimas de los demás. Y los españoles allí reunidos nos mirábamos unos a otros en silencio y, después, todas las miradas convergieron a Cortés, y creo que en nuestro interior llegamos a la misma conclusión.
Con una sonrisa de orgullo y suficiencia en su moreno y curtido rostro, Tendile observó nuestras reacciones y como no dábamos crédito a la riqueza que los indios nos regalaban con total despreocupación. En ese momento estuve convencido de que el quintalbor sintió alegría en su alma al sentir que su pueblo era capaz de hacernos empequeñecer ante la mera visión de sus recursos y riquezas. Todos los castellanos reunidos bajo el toldo no atinábamos a reaccionar, pues nos hallábamos extasiados y tuvo que ser Cortés quién nos sacara de nuestras ensoñaciones, y ordenó con voz plena de autoridad a los escribanos que levantaran acta de todos los objetos y los registraran con lujo de detalles tal y como mandaba la ley, y que luego todo fuera cargado en las bodegas en toneles y baúles cerrados con gruesos candados y que se dispusiera de fuerte vigilancia para evitar tentaciones; y tal tarea recayó en mi persona y me sentí satisfecho por la confianza de Cortés y la responsabilidad que se me pasaba.
A continuación, los mexicas nos obsequiaron con montones de comida como tortillas blancas, camotes, yucas, guayabas, aguacates, garrofas y tunas, que era la fruta del nopal. Y multitud de pavos, venados, perrillos, pescado fresco y aves, así como gran variedad de frijoles y salsas recién cocinadas y muchas cosas más. Lo último fueron decenas de tortillas blancas rociadas con la sangre de seres humanos recién sacrificados, y era tanta la cantidad de sangre que hedía fuertemente, causaba asco, como si fuera sangre podrida. Asqueados y sin comprender el porque de tan macabra ofrenda, rechazamos con enérgicos ademanes aquel horror y nos sentimos ofendidos e incluso algunos castellanos, entre ellos Pedro de Alvarado, Ordás, Portocarrero y fray Díaz, que era el que más gritaba, pidieron a voces a Cortés que tornara preso a Tendile por semejante acción. El quintalbor, viendo nuestra actitud hostil y en nuestros rostros el asco y la repugnancia que nos causaba la visión de las tortillas ensangrentadas, ordenó con gesto grave y rápido a sus sirvientes que retiraran todo aquello y procuró calmar nuestros ánimos asegurando que el regalo era lo más preciado entre ellos y que se ofrecía como muestra de respeto y sumisión, y que en nada pretendía ofender o ser un insulto, pero no quisimos saber nada de explicaciones y se perdió una situación mágica, pues los mexicas hasta hacía un momento nos deslumbraron con su maravillosa y refinada cultura capaz de producir tan increíbles riquezas y, al instante siguiente, mostraban su otra faz de pueblo pagano, cruel y sangriento, siempre dispuestos a matar y sacrificar seres humanos en sus asquerosos altares entre atroces padecimientos y torturas.
Cortés puso calma entre todos nosotros, a pesar de que él mismo se hallaba también muy disgustado ante la terrible visión de las tortillas ensangrentadas, pero nos explicó que Tendile era embajador de un rey y su persona era inviolable y que a pesar de nuestra repulsa, debíamos tranquilizar los ánimos y permanecer serenos. Tendile aprovechó ese momento para decir algo a uno de sus principales y el servidor marchó de inmediato a cumplir aquello que le habían ordenado. Como todavía muchos españoles continuaban dando voces, sobre todo el exaltado fray Díaz, Cortés miró a mi persona y a Gonzalo de Sandoval y, con un gesto de la cabeza, nos ordenó poner paz, cosa que hicimos empujando a unos y otros, expulsando a fray Díaz del lugar y pidiendo calma con buenas y sensatas palabras. Como a nuestras razones se sumaron unos cuantos soldados, la situación pareció tranquilizarse, pero lo que apagó la disputa fue el sonido de criados resoplando por el esfuerzo y el de algo pesado que se arrastraba.
Miramos a un grupo numeroso de indios que avanzaban penosamente empujando algo tapado con mantas y que rodaba por la fina arena dejando un surco profundo. Colocaron el inmenso objeto, que era del tamaño de una rueda de carreta grande, y ante nuestra expectación quitaron las telas y contemplamos extasiados una magnífica obra de arte que ni en nuestros sueños más locos o ambiciosos hubiéramos podido imaginar. Se trataba de un enorme disco de metal repujado, con marco de madera, todo él de oro, con un radio de al menos dos pasos y medio palmo de ancho. Tenía muchos grabados de animales y en su centro el Sol y un rey sentado en un trono, mas extraños signos que no podíamos comprender. Aún no salíamos de nuestro estupor ante la increíble visión de la rueda, cuando otros mexicas trajeron otra similar pero de plata, con los mismos misteriosos grabados, pero en su centro la Luna y una mujer, y entonces comprendimos que ambas ruedas representaban el Sol y la Luna, y seguramente a más ídolos falsos. Un poco más tarde nos enteramos de que las ruedas también eran una especie de calendario cósmico mexica, pero en ese momento no pudimos saber más. Botello, el astrólogo oficial de la expedición, tampoco supo adivinar cual era el significado exacto de las ruedas, pero eso fue porque era hombre vanidoso e ignorante.
El porque no había hablado de este astrólogo, a pesar de que Cortés le consultaba mucho y solía hacer caso a sus absurdidades, era porque Botello era un charlatán, uno de los típicos fanfarrones vanidosos que solían seguir a los generales y ejércitos a las campañas para medrar a costa de las supersticiones e ignorancias de los soldados. Con esto no quería decir que no existieran astrólogos o adivinos verdaderos, ya había conocido a un par de ellos en Nápoles poseedores de grandes y vastos conocimientos, pero Botello era un miserable que sólo sabía hablar de misterios y alineaciones de estrellas y planetas, pero detrás de su parloteo sólo existía ambición e ignorancia. Todo lo que predecía o hablaba sobre la empresa no se cumplía, pero siempre lograba, a base de hábil palabra, hacer creer a los demás que en realidad sí acertaba. Cualquier otro comandante le hubiera zurrado a base de bien y expulsado del real, pero Cortés, Dios sabía porque, le toleraba y tenía en respeto. Ese era Botello y de semejante personaje no hablaré más porque no lo merece, y porque tampoco tuvo ninguna importancia en los acontecimientos que habrían de venir.
Los españoles observamos asombrados las ruedas de oro y plata, y jamás vio cristiano alguno semejante tesoro de tanta belleza y riqueza, pero si pensábamos que Tendile había terminado, estábamos equivocados, porque aún nos quedaba la última sorpresa: un indio vestido de rica manera se acercó al quintalbor y le entregó un bulto tapado con fino paño. Tendile tomó aquello y me buscó con la mirada hasta encontrarme. Extendió el objeto y me lo ofreció con respeto. Al principio no supe que hacer, pero Cortés me animó con un gesto de la cabeza para que tomara el presente, cosa que hice con saludo muy digno al embajador mexica. Retiré la tela y descubrí asombrado mi casco que, tal y como se había prometido, venía lleno de gruesas pepitas de oro. Los castellanos lanzamos exclamaciones de estupor, admiración y codicia, y a pesar de todas las maravillas antes vistas, ante ese casco repleto de oro tuvimos en más por saber que existían buenas minas, que si hubieran traído veinte mil pesos. Tendile sonrió satisfecho y soberbio, pero quizás no lo hubiera hecho si hubiera podido intuir que con la ofrenda final se decidió el destino de los mexicas, porque a partir de ese día Cortés se convenció más que nunca que debía hacer suya a tan increíble nación, y el resto de los soldados comprobábamos que si seguíamos al de Medellín, podríamos ver realizados nuestros planes de gloria, fama y riqueza.
Cortés ordenó con voz firme que se tomara el casco y se guardara bajo buenas llaves, pero me negué a entregarlo argumentado que la borgoñota era mía con todo derecho legal y Cortés, arqueando una ceja, estuvo de acuerdo conmigo, pero me obligó a entregar todo el oro y me hizo devolución del casco vacío con una sonrisa de suficiencia, y eso me disgustó bastante, porque el oro me había sido entregado en ofrenda y, por lo tanto, no pertenecía a Velázquez, pero nada podía hacer y tampoco deseaba iniciar una discusión con los indios como testigos, así que me tragué el orgullo y la codicia y dejé pasar la ocasión pensando que más adelante ya lo podría volver a retomar; pero a Tendile, perspicaz, no se le escapó el mudo enfrentamiento entre Cortés y mi persona.
Terminados los presentes de los mexicas, llegó el momento de que los españoles hiciéramos entrega de regalos, pero nos sentíamos abochornados y empequeñecidos ante el esplendor del tesoro mexica y Cortés tuvo que excusarse ante Tendile por lo pobre de nuestros obsequios, y que tuviera a bien comprender que tan solo éramos una pobre embajada muy lejos de nuestra tierra y que en el accidentado viaje mucho habíamos perdido. El quintalbor no puso objeciones y comentó que el tlatoani Moctezuma estaría encantado porque más preciado que los regalos, era su buena gracia para con nosotros. Cortés dio entonces a Tendile un vestido entero de su persona, porque, mediante Marina, se había dado cuenta de que a los indios les gustaba disfrazarse. También una copa de vidrio de Florencia, labrada y dorada, con muchas arboledas y montería y tres camisas de Holanda. Los indios tomaron la copa con mucha reverencia, porque, supongo, en su nación no habría nada semejante, y esa actitud nos llenó un poquito de satisfacción, porque viendo los presentes de unos y de otros, era fácil sentirse avergonzado.
Preguntó Cortés a Tendile, tras retirar todas las ofrendas, que cuando podía ponerse en camino para visitar “Temixtistan” —se refería a Tenochtitlan, pero era tan difícil de pronunciar entre los españoles, que se quedó en ese termino— y maravillarse con sus gentes y costumbres y poder hablar con Moctezuma de misterios y cosas buenas. Tendile, al escuchar la petición de Cortés, se giró a su sirviente y pidió algo, y un cacique trajo una pequeña caja de madera con hermosos dibujos y sacó de ella una pluma con bordes de oro y la entregó a Cortés. Los capitanes miramos al cacique de la cajita y no dábamos crédito a nuestros ojos.
— ¡Pero si es el mismo Cortés! —exclamó Pedro de Alvarado con su potente voz que resonaba como un trueno.
Efectivamente, el indio era un cacique llamado Quintalbor, y era idéntico en el rostro a Cortés, solo que más oscuro y sin barba. Según nos pudimos enterar, era una pequeña broma del tlatoani —que sabía del aspecto de Cortés por las pinturas— para comprobar si teníamos sentido del humor, y nosotros lo tomamos a guasa y con buen talante, y procedimos a reír y soltar carcajadas mirando ora al indio, ora al comandante, que se quedó con los ojos abiertos de par en par por la sorpresa. Durante los días siguientes hubo muchas bromas, chascarrillos y chistes a costa de Quintalbor, y los conquistadores cuando le veían le preguntaban por oro o por detalles de la expedición. Quintalbor, con resignación y paciencia, soportó todo con dignidad y buen humor, como por otro lado estaba obligado a hacer. Cortés tampoco se libró de las humoradas de los soldados y tuvo que soportar con paciencia toda clase de bromas y comentarios, pero al final el de Medellín se unió a la gracia colectiva.
Pero volviendo al asunto de la petición de Cortés para ir al encuentro de Moctezuma, Tendile, con gesto grave y solemne, anunció que su tlatoani estaba encantado de recibir noticias de ese poderosísimo rey de Castilla, que esperaba que dicho monarca y hermano le enviara más de esos hombres extraños, bueno, raros y nunca antes vistos, para hablar y entender de cosas nuevas y misteriosas; que Cortés podía coger todo cuanto necesitara para la extraña enfermedad de sus hombres que requerían oro para curarla; que si algo había en su reino que Cortés deseara enviar a su Rey, sólo tenía que pedirle, ya fuera oro, criados, joyas, telas, animales o lo que pidiera, que Moctezuma era su amigo y servidor de Cortés y su Rey y que les tenía a ambos en gran estima y que prometía regalar a Carlos I un puñado de piedras preciosas, pero que era imposible que se reuniera con Moctezuma; que el dicho monarca no podía acudir al mar, pues tenía obligaciones por cumplir en ocasión de una ceremonia de las flores que estaban a punto de celebrar; algo llamado tlaxochimaco; y que sería imposible que Cortés fuera a Tenochtitlan, pues el camino era difícil y muy dificultoso, así por las muchas y ásperas sierras, como por los ardientes desiertos, las cerradas selvas, los inmensos precipicios, el frío, el calor o los despoblados grandes y estériles. Por si fueran poco todos estos obstáculos, además mucha parte de la tierra por donde había que pasar pertenecía a enemigos de los mexica, gente cruel y mala que no dudarían en atacarnos y matarnos en terribles sacrificios. Que en definitiva, nada se podía hacer y lo mejor sería que nos marcháramos y volviéramos en la siguiente estación.
Cortés, contrariado y abatido por el mensaje, no se rindió y con pesadumbre en la voz y buenas maneras suplicó a Tendile que llevara a Moctezuma un mensaje de su parte para que el tlatoani hiciera lo imposible por verle, porque si no lo hacía, él perdería el favor del Rey y volvería a España humillado y tachado de fracasado, que era mucho lo que se jugaba y que nada malo podía acontecer de una simple visita a la ciudad de los mexicas. En realidad nada de esto pasaría si Cortés no marchaba al encuentro de Moctezuma, pero el comandante no había padecido tantos quebrantos como para darse la vuelta en ese momento y como él, pensábamos igual casi todos. Tendile escuchó con atención los ruegos del de Medellín y accedió volver a México-Tenochtitlan para dar en persona al tlatoani el supuesto mensaje de Carlos I. Mientras esperábamos su regreso con la respuesta, Tendile, de manera “inocente”, recomendó a Cortés mover el campamento hacia el interior, para alejarse de los molestos mosquitos de la costa, del salobre aire y las malas aguas, pero el comandante me miró con la duda en su rostro y negué con la cabeza, ya que no era buena idea porque tierra adentro podríamos vernos rodeados por los indios y perder la ventaja de, en caso de necesidad, poder retirarnos a la seguridad de los barcos. Cortés comprendió al momento sin necesidad de palabras y con buena sonrisa le dijo a Tendile que el real se quedaba donde estaba, que no nos importaban los moscos y que estábamos dispuestos a padecer lo que hiciera falta si tal era la necesidad.
Terminó así la entrevista y cada uno marchó a sus chozas o barcos para descansar y asimilar todo cuanto se había hablado y visto durante la conversación. Los españoles nos fuimos muy excitados y maravillados ante la visión de las enormes riquezas, y entre murmullos se escuchaban blasfemias y maldiciones hacia el gobernador Velázquez que se quedaría con todo el tesoro y no repartiría nada entre los bravos que tanto habían padecido entre batallas, enfermedades y hambre. Alvarado y sus hermanos formaban grupos de soldados y describían con lujo de detalles los regalos que nos habían traído los mexicas, y en los rostros de los castellanos la codicia o la ira salía a relucir. Los “velazquistas” se vieron así muy reducidos en número, pues muchos de ellos ya no gustaban de dar en exclusiva tanta riqueza al gobernador. Cortés ordenó a los hombres embarcar y llevar los magníficos regalos a las bodegas y guardarlos en cofres con gruesas cadenas y candados —tarea que, como dijera, me correspondió hacer—, pues todo pertenecía a Diego de Velázquez. Ese comentario provocó que muchos conquistadores apretaran los dientes y entrecerraran los ojos en muda rabia. En la playa quedó Sandoval con una capitanía para atender a los indios y vigilar el real, y más adelante, cumplida mi misión, yo mismo bajé al arenal para ayudar a mi compañero.
Estando el día en su mitad, comiendo en mi choza algo de la exquisita comida que los mexicas nos habían traído y que se repartió de inmediato entre la expedición, vino un indio a buscarme con un mensaje, pero como hablaba en su lengua, me costó mucho entenderlo, mas escuché las palabras Tendile, “ver” e “ir”, y comprendí que el quintalbor deseaba tener audiencia con mi persona. Me vestí de inmediato y llamé a un castellano para que fuera lo más rápido posible al barco de Cortés a por Marina, y que explicara al comandante porque la necesitaba, pero que no haría falta que viniera Gerónimo de Aguilar, pues ni le requería, ni me era grata su compañía. Era verdad esto, pero también era cierto que sólo con Marina me vería obligado a prestar más atención a lo que se dijera y me forzaría a aprender más rápido el náhuatl; y a Marina le serviría para avanzar con el español.
Mediante señas y palabras, indiqué a Florecilla que se pusiera su mejor túnica y me siguiera, pues siendo hidalgo era muy justo que llevara servidumbre para atenderme, aunque a la india ya me costaba verla como sierva y cada día que pasaba se iba convirtiendo en algo más importante para mí. Recordando las instrucciones de Cortés al respecto con los contactos con los indios, no llevé soldado alguno, pero me cuide muy mucho de dejar avisado a Sandoval de donde estaba y porque. Tendile me esperaba en su choza, que era más grande y holgada que las demás, cubierto el suelo y las paredes con ricas y finas mantas de hermosos colores y extraños dibujos. Unos braseros ahumaban incienso e impregnaban el lugar con olor dulce y delicado que servía además para espantar a los mosquitos. Tendile se hallaba de cuclillas en mitad de la cabaña y numerosos sirvientes iban y venían para atender todas sus órdenes o para recibir instrucciones. Junto al noble indio se encontraba Ovandillo, y ambos hombres vestían mantas de cara manufactura, pero se les notaba tranquilos y cómodos.
Como había visto hacer y porque deseaba causar buena impresión, me agaché con respeto, toqué el suelo con mi mano y luego me la llevé a la boca para darla un beso. Tendile se levantó y me abrazó efusivamente aunque con algo de torpeza, y estaba convencido de que con ese gesto intentaba imitar a Cortés, pero su rostro era tan serio y apurado, que casi no pude reprimir lanzar una risotada. A continuación me presenté con mi nombre y procedencia, y luego hice lo propio con Florecilla, a quien describí como mi más preciada compañía, y todo lo dije en lengua nativa y los mexicas al escucharme asintieron satisfechos con la cabeza y expresaron su asombro con exclamaciones. Tendile me ofreció sentarme encima de una estera enfrente de su persona y eso hice sin tardanza, pero con dignidad; Florecilla se sentaría a la manera india detrás de mi, y permanecería con la cabeza agachada, mirando al suelo, pero atenta por si tenía a bien ordenarle algo.
Tendile habló lento y pausado, pero apenas pude saber que decía y sólo logré entender la palabra “regalo”, pero como enseguida dos indios se acercaron con objetos, comprendí que se me iba a obsequiar, así que memoricé la parrafada del quintalbor para utilizarla cuando se terciara la ocasión. Los criados, o esclavos, no estaba seguro, depositaron en mis rodillas un hermoso escudo redondo decorado con plumas de quetzal, que era un ave de su nación y que entre los naturales era tenido por animal divino y hermoso siendo sus plumas de las cosas más preciadas para ellos. Bellamente elaborado, las plumas representaban la figura de un jaguar rodeado de extraños símbolos y las manchas del animal eran de oro, sus colmillos de plata y sus ojos de rubí, y ver semejante maravilla y quedarme asombrado fue todo uno. Después se me hizo entrega de una bolsita con un puñadito de trozos de jade, al que los mexicas también tenían en muy alta estima. Sorprendido ante tanta generosidad, apenas logré decir gracias y volví a saludar a Tendile con mucho respeto. Para no ser menos, tomé una de mis dagas, la más enjoyada después de la de mi abuelo, y se la entregué al quintalbor; era de buen acero y en su empuñadura lucía rica pedrería. Llevado por un impulso, me quité mi sencilla cruz de madera, la di un beso y se la regalé a Tendile, quién la tomó con mucho respeto y alegría en su rostro, y los indios miraban con curiosidad el trocito de madera, pues sabían que los españoles ante ese símbolo nos postrábamos y adorábamos con fervor. Estaba convencido de que a los naturales, de los regalos que se les ofreció en ese día, ese fue el que más les llamó la atención, porque de seguro que pensaron que la cruz sería amuleto de gran poder y magia.
Tendile sonrió satisfecho y dijo algo, y entendí “amigo” y “respeto”, pero nada más. Tomé mis ofrendas y se las entregué a Florecilla para que las tuviera a buen resguardo y fue en ese momento cuando apareció Marina precedida de un siervo. Los mexicas, que ya empezaban a tolerar que una mujer sirviera como mediadora en sus conversaciones con nosotros, dejaron entrar a la muchacha sin poner reparos y ella se sentó a la manera de los nativos a un lado, entre Tendile y mi persona. Así se inició entonces una curiosa conversación, pero tendría que aclarar que debido al escaso conocimiento que poseía por aquel entonces del náhuatl y al hecho de que Marina no comprendía mucho el español, el entendimiento era lento y pesado, pero a base de largar despacio, repetir y de gestos, logramos hacernos entender todas las partes.
En primer lugar, Tendile agradeció que acudiera a entrevistarme con su persona, y le pregunté porque había solicitado mi presencia, a lo que contestó que lo hizo porque le había llamado la atención mi aspecto, mi interés respecto a las plumas o las semillas, por ejemplo, —cosa que no importaba prácticamente a ningún castellano— y porque deseaba tender un puente de comunicación entre su nación y la mía que no fuera exclusivamente a través de Hernán Cortés. También deseaba saber cosas nuestras, así como de nuestro Rey y costumbres y para ello se debía prescindir un poco de la rigidez del protocolo y la formalidad, y todo aquello me gustó el oírlo y pensé que el mexica era hombre sincero y afable en su tacto; y tuve a bien reconocer que me era simpático, y puesto que era anciano y principal, podría obtener de su persona información clara y precisa sobre su ciudad y sus cosas.
De manera discreta, unos indios portando instrumentos musicales salieron al exterior y comenzaron a tocar, y una extraña y algo enervante melodía amenizó la conversación. Los instrumentos de los mexicas, a pesar de sus nombres raros, eran muy similares a los cristianos, cuando no dejaban de ser trompetas de madera, sonajeros o flautas de arcilla, incluyendo caracolas o tambores de caparazón de tortuga y calabazas con cascabeles. Lo que me sorprendió gratamente es que poseían melodía y buen ritmo y era la primera vez que escuchaba tales sinfonías viniendo de los indios, pues hasta el momento, en los pueblos con los que habíamos contactado, se limitaban a utilizar caracolas, tambores y tubos de viento en sus cánticos de guerra o para saludar a sus dioses, pero sin orden ni concierto. Escuchando a los mexicas tocar y a Tendile sonreír ante la melodía, supe que este era un pueblo sensible y sofisticado, que sabía apreciar las bellas artes que ennoblecen a los hombres y les distinguen de las demás bestias de la Creación.
Con gran desparpajo y curiosidad, el noble quintalbor procedió a realizarme una serie de preguntas: porque tenía los ojos verdes y como veía el mundo a través de ellos, si diferente o igual a otro que los tuviera oscuros. Reí divertido ante la cuestión y medité un poco la respuesta, pero respondí que en Castilla eran corrientes las personas con ojos y cabellos claros, y que existían otras tierras llamadas Francia, Sacro Imperio o Suiza donde los ojos azules, verdes o grises eran mayoría, siendo los oscuros prácticamente inexistentes. Mis ojos eran verdes porque así los heredé de mi madre, a la que nunca conocí, pero sí vi retratos de ella en el salón principal de la hacienda de mi padre y pude comprobar que tal cosa era cierta. En cuanto si veía o no diferente, decidí gastar una pequeña broma y aseguré que existían dos singulares diferencias: la primera que, efectivamente, los tonos verdes de las cosas, a través de las comparaciones con otros hombres, las veía más vivas y hermosas y que, como los felinos, mi visión nocturna era superior y más aguda. Los mexicas al escuchar aquello lanzaron exclamaciones de asombro y parlotearon entre ellos mucho tiempo, discutiendo sobre la posibilidad de que los españoles pudiéramos ser teules o no. No pensé que mi ingenua chanza fuera tomada en serio, pero no les saqué de su error porque me pareció buena cosa tenerlos en dudas sobre mi supuesta divinidad pensando que, tal vez, con ello pudiera obtener algún beneficio más adelante; y también para devolver la gracia de Quintalbor hacia Cortés.
Mientras los caciques hablaban, unas muchachas nos sirvieron zumos recién exprimidos, fruta y tortillas rellenas de pavo y venado, así como salsas, pescado fresco y huevos cocidos. Al contrario que la otra vez, no hubo desagradables sorpresas relacionadas con los sacrificios o el canibalismo, así que ante la complacencia de Tendile, di buena cuenta de las viandas con sumo apetito, pero nadie comió nada hasta que no terminé, lo que me supuso un poco de apuro, pero como seguramente sería una costumbre propia, no tuve más remedio que cumplir. Entonces Tendile quiso saber porque los españoles tenían barba y mi persona no, y si tal circunstancia se debía a algo especial. Volví a reír con gracia ante la pregunta, ya que nunca hubiera imaginado que el quintalbor quisiera saber tan curiosas cosas, pero supongo que al igual que los castellanos deseábamos saber de ellos, así los indios querrían conocer sobre nosotros. Comenté que el motivo de que no tuviera barba es que me afeitaba y para demostrarlo, saqué el estilete de mi abuelo y me lo pasé por el rostro simulando que me rasuraba. Llevar barba o no era cuestión de comodidad o estilo, y aclaré que en mi nación era cosa viril y distinguida poseer una barba poblada y bien cuidada, pero en mi juventud me había educado en otra nación donde se imponía la costumbre de afeitarse y que era cosa muy digna y de caballero el hacerlo, y como pasé más tiempo en aquel país que en el mío, adquirí dicha costumbre. Marina añadió que no sólo ese detalle relacionado con el aspecto físico me hacía diferente a los demás conquistadores, sino que también tenía por costumbre asearme al menos una vez por semana y limpiar mis ropas, cosa que no hacían los demás con tanta asiduidad, incluido el propio Cortés. Los mexicas lamentaron oír aquello, pues ellos eran un pueblo muy limpio, amantes de la higiene corporal y tan importante para ellos, que incluso se bañaban siguiendo un ritual y lo tenían como cosa espiritual. Fulminé con la mirada a la descarada Marina, pero ella me devolvió una ligera sonrisa de burla y no pude por menos que rendirme ante su osadía.
Entonces fue mi turno de preguntar, y quise saber porque los indios no tenían barba y si todos eran oscuros de piel, si existían naciones de piel blanca en otros lugares y si era cierto que más allá de las montañas vivían tribus de hombres con cabeza de perro o amazonas. Tendile respondió que ellos no poseían barba porque los dioses así les hicieron, pero a los ancianos sí les solía crecer un poco de vello en el rostro con el tiempo, si bien ralo y escaso. Que él supiera, no había indios que tuvieran blanca la piel, y no creía que pudieran existir, pues los mexicas eran dueños de inmensas tierras y tenían contacto con remotos pueblos y nada sabían de ello. En cuanto a los hombres con cabeza de perro, él nunca había visto en persona a ninguno, pero había escuchado numerosos relatos de mercaderes que sí mencionaban la existencia de tales seres muy al norte, más allá del mundo conocido, donde al parecer habitaban tribus bárbaras de extrañas costumbres y donde algunos de sus hombres sagrados eran capaces de convertirse en jaguares o águilas durante la noche. De las amazonas no había ninguna duda sobre su realidad, e incluso sabía el nombre del lugar donde habitaban, que era una isla, pero era un secreto celosamente guardado y no se podía transmitir a nadie tal información, incluyendo a alguien tan digno como mi persona, y Tendile me pidió perdón por ello, pero no tuve nada que reprochar y comprendí su buen celo y disposición.
Esto fue todo lo que hablamos, pues si bien era poco, nos llevó horas hacernos entender y comprender que queríamos decir, pero todo fue intenso y me agradó mucho la extraña conversación. Tendile se despidió con alegre ánimo e hice lo mismo, y ambos nos hicimos promesas de volvernos a ver, y tuve simpatía por el anciano emisario de chispeantes ojos y lengua vivaz.
Retorné a la nao de Cortés y allí solicité audiencia con el comandante, que me la ofreció de inmediato ya que ardía en deseos de saber de que habíamos hablado el quintalbor y mi persona. Le presenté un escueto informe a Cortés, pues en realidad no había mucho que contar y el de Medellín se desilusionó bastante, pero comprendió que era difícil la conversación y que de primera vez mucho no se podía obtener. De todas formas, mi encuentro con Tendile sirvió para confirmar una vez más que el imperio mexica era extraño, poderoso y muy civilizado, y que sería tarea ardua, por no decir imposible, intentar medrar a su costa por medio de la guerra o acciones violentas.

Este es un trozo de la novela histórica CRÓNICAS DE UN CONQUISTADOR I: UN NUEVO MUNDO, escrita por Juan Carlos Sánchez Clemares, editada por EDICIONES STUKA; a la venta en librerías y grandes superficies.
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