Extracto de la novela CRÓNICAS DE UN CONQUISTADOR II: MÉXICO-TENOCTITLAN.
Una tarde, en la segunda jornada del viaje, tras la acostumbrada tromba de agua que nos caló hasta los huesos y nos hacía maldecir a estas tierras, mientras avanzábamos chapoteando por el resbaladizo barro, unos mensajeros mexicas tomaron contacto con la expedición y solicitaron, muy respetuosamente, audiencia con Malinche, que los recibió de inmediato a pesar de encontrarse mojado y embarrado desde las suelas de las botas hasta la barba. Los españoles, yo primero, nos preguntábamos que querrían esos mexicas de Cortés, pero cuán grande fue mi sorpresa cuando Tapia vino a buscarme para que acudiera al lado del capitán general, porque al parecer dichos mexicas reclamaban mi presencia. Por el camino pregunté a Tapia por el motivo de que los indios me requirieran, pero el capitán no supo responder a mi pregunta y se encogió de hombros.
No tardé mucho en averiguar que ocurría […] En una de esas comitivas se encontraba un viejo conocido mío, el noble Tendile, y los corredores indios traían un mensaje de su persona hacia la mía: el principal Tendile deseaba invitarme a una comida y velada en su presencia para que continuáramos renovando nuestra amistad y que, si lo tuviera a bien, siguiera a los mensajeros hasta su campamento principal.
[…]
Para que causara buena impresión, Cortés me hizo entrega de varios regalos destinados a Tendile: un par de camisas, un poco de vino, unos zapatos, cuentas de colores y un reloj de arena de cristal veneciano, un instrumento sumamente valioso en un barco, pero que en estas selvas de poco valía pero que seguro maravillaría al quintalbor. Cortés no quiso que nadie supiera que los mexicas nos espiaban de manera tan descarada y mucho menos que Tendile se encontraba tan cerca, ya que los capitanes españoles se podrían sentir ofendidos y atacar al indio o porque los totonacas podrían huir de espanto al oír mentar tan siquiera al mexica, así que se propuso que mi partida fuera un secreto, camuflada con la creación de una partida de caza y exploración, y que conmigo viajaran tan solo diez soldados de natural prudencia, unos pocos indios cubanos y si quería, mis dos indias.
Se realizaron con rapidez los preparativos, por discreción y para evitar que la noche se nos viniera encima, y de los españoles que escogí para que acompañaran destacaba Valenzuela […] Cortés, antes de despedirse, me recomendó que al día siguiente partiera muy de mañana para volver a reunirme con el ejército, procurara tener cuidado y que lo primero que hiciera nada más regresar, fuera buscarle para rendirle las nuevas y por último que, por Dios, si notaba atisbo de trampa o perfidia no dudara en huir o hacer lo que fuera menester con tal de salvar la vida, que me tenía en alta estima y no deseaba perder soldado valioso y mejor capacitado. Nos despedimos entonces y la pequeña comitiva partió a vivo paso siguiendo a los mensajeros mexicas a través de la selva, retornando por el sendero previamente andado.
Antes de que el Sol comenzará a ocultarse, cuando las sombras ya se alargaban, llegamos al campamento de los mexicas, que era muy grande y situado en holgado claro, que así a primera vista pude contar casi medio centenar de tiendas y muchas de ellas grandes y espaciosas como para cobijar a toda mi comitiva; también ardían numerosos fuegos tanto para entrar en calor como para espantar a las fieras. Fuimos recibidos con grandes honores, tal si fuéramos reyes en vez de simples soldados y porteadores, y nos zahumaron con espesas nubes de inciensos y se postraron a nuestro paso. Pude apreciar que el número de indios era muy elevado, tal vez más de doscientos, si hacíamos caso al espacio que el real ocupaba, y entre los mexicas destacaban guerreros armados con escudos redondos de mimbre y plumas, armadura de algodón y lanzas, arcos y espadas de madera y obsidiana los oficiales, que portaban grandes bezotes en los labios y tocados de coloridas plumas. Era evidente que Tendile viajaba bien escoltado y eso me llenó de cierta inquietud, pues si intentaban tornarnos presos no veía buenas posibilidades de escapar siendo tantos los soldados contrarios.
Anduvimos con paso digno hasta el centro del real, donde nos esperaba Tendile muy regio y con rostro solemne, y de nuevo volvimos a ser zahumados y fui recibido con saludos de la tierra e hice lo propio, porque era mi deseo agradar a tan grande señor. Tendile me invitó entonces a pasar a su tienda, mientras el resto de mis hombres y sirvientes eran atendidos en otros lugares. Bien pudiera haber exigido que algunos españoles me custodiaran, pero pensé que eso sería un gesto de desconfianza hacia mi anfitrión y deseché la idea, sobre todo porque, como ya dijera, si querían tornarnos presos no les sería difícil, aunque lucharía hasta el final y muchos indios pagarían con su vida por poner la mano encima a un castellano. Tendile me preguntó por Doña Marina, pero le contesté que dado que ya lograba dominar hasta cierto punto el náhuatl, su presencia no era muy solicitada y porque Cortés la necesitaba para comunicarse con los pochtecas, los totonacas y demás indios, y Tendile sonrió y dijo.
—Bien es lo que mentáis, amado teule, pues compruebo con alegría que habláis bien la lengua de mis ancestros a pesar de vuestro extraño acento.
Luego se fijó en Florecilla y María de la Luz y, con un pícaro guiño, me mentó que mi séquito femenino había aumentado para bien y reí con naturalidad la gracia del indio, pues me caía bien ese mexica bravo, sincero y deslenguado, que para todos era solemne, inasequible y hasta cruel y, en cambio, con mi persona se tornaba afable, simpático y abierto, sólo Dios sabía porque. Entramos en la tienda principal, que era grande y cómoda, forrada de plumas, pieles de venado, jaguares y otras fieras, y bien seca y caliente, que ya pudiera diluviar que el agua no calaría, y unos braseros que despedían nubes de inciensos alejaban a los insectos y daban luz, mientras que unos sirvientes preparaban cuencos y platos con variadas y excelentes viandas. Nos sentamos en unas esteras y dimos comienzo a una velada inolvidable y llena de increíbles experiencias por todo lo que se largó en ellas, que de tanto que fue, mucho ya no me acuerdo, pero procuraré hacer un resumen de ella y de lo que más me sorprendió.
Para empezar, Tendile me obsequió con un par de figurillas de sus falsos ídolos de oro de buena calidad, varias mantas de fina manufactura y un par de piedrecitas de jade, más unas cuantas plumas de queztal de hermosos colores y colgantes y aretes de no mucho valor. A cambio, tras agradecer la generosidad del quintalbor, le hice entrega de los presentes que me diera Cortés y Tendile lo aceptó todo encantado, especialmente, como ya se presumía, el reloj de arena, que era muy hermoso ya que el cristal poseía elaborada entalladura y ribetes dorados. El vino, a pesar de ser escaso, causó también furor, y es que los indios eran terribles consumidores del mismo y lo bebían con avidez y siempre lo pedían a los españoles, pero pronto aprendimos a darles tan sólo lo justo y necesario, pues no estaban acostumbrados a sus rápidos y fuertes efectos y solían embriagarse con facilidad porque no tenían costumbre ni control en su degustación; al contrario que los españoles, que éramos sobrios y frugales. Tendile, no obstante, dio muestra de prudencia y control y ordenó guardar el vino a buen recaudo, ya que pensaba ofrecérselo al propio Moctezuma.
Terminado el asunto de los ofrecimientos, Tendile me obsequió con melodías que un grupo de mexicas tocaron con instrumentos de la tierra, y era tanto el lujo y comodidad en esa tienda, entre música, comida y regalos, que más que estar en mitad de una selva donde todos los días llovía inmisericorde, parecía que me encontraba en salón de noble cristiano, pues era tanta la riqueza y opulencia que dudaba incluso que los propios infieles pudieran agasajar tan bien a un invitado. Esclavos situados a ambos lados de los comensales manejaban grandes aventadores de plumas, mientras otros no dejaban de traer tortillas de maíz, frijoles, carne de perro, pavo o venado, frutas, pescados variados, miel y otras exquisiteces, incluido el amargo xocolatl, que nos lo sirvieron en jarras de arcilla y bien espumoso, y de nuevo tuve que pasar por el amargo trámite de consumirlo, pues no hacerlo seguramente hubiera ofendido a Tendile, pero tenía que reconocer, que una vez bebido, daba frescor y vigor al cuerpo. Unos pájaros, de colorido plumaje y colosales picos, en un extremo de la tienda, lanzaban silbidos y trinos que bien se podían confundir con voces de personas, y todos los servidores y esclavos portaban finas ropas y abalorios de algún valor, que era todo verlo y no poder dejar de admirar el poderío de Tendile y su nación.
Era tal mi satisfacción de encontrarme allí y tan aventurado de descubrir cosas tan maravillosas, que así se lo expresé a mí anfitrión, pero también pregunté a que se debía el motivo de mi presencia. Antes de responder, Tendile hizo una señal con la cabeza y un guerrero mexica, de aspecto noble, joven, de proporcionado y fuerte cuerpo, mirada audaz y digno en sus gestos, se adelantó hasta nuestra vera y allí quedó de pie, con la cabeza gacha en señal de respeto y sumisión, a que se le dieran órdenes.
—Mi primogénito, Matlalcóatl —anunció orgulloso Tendile—. Tenga el teule mío a honrarle con su presencia y le desee bien, pues se esperan grandes cosas de él al servicio de su casa y pueblo.
—Me siento muy honrado de conocer a vuestro hijo —y saludé a Matlalcóatl con mucho respeto y el joven guerrero a su vez devolvió el gesto con muchas reverencias y luego se mantuvo apartado a discreta distancia y sin intervenir en el resto de la conversación—. Pero os rogaría, noble quintalbor —continué hablando despacio intentando pronunciar correctamente en la lengua nativa—, que no me mentéis como teule, pues de mortal condición soy y temeroso de Dios, con muchas flaquezas y pocas virtudes.
—Ah, no estaría tan seguro de lo que me decís, pues las señales son evidentes y vos sois teule, lo deseéis o no.
—Pero no creo en vuestros ídolos.
—Que no se crea en algo no significa que no exista —respondió el indio con mucha lógica, pero que no dejaba de ser blasfemia, pues Dios sólo existía uno, y sus falsos ídolos eran meras construcciones de piedra o demonios.
Pero dado que la discusión podía eternizarse y no poseía la sabiduría de fray Olmedo o la oratoria y pasión de Hernán Cortés para los asuntos de la Fe, dejé pasar el tema y tuve que aceptar que los indios me siguieran llamando teule y que me asociaran con su demonio principal Huiztzilopochtli a pesar de que me disgustara. Tras comer en abundancia y anunciar que estaba más que satisfecho, un criado me trajo un poco de la goma de mascar que viera con los mayas para que hiciera uso de ella como medida de higiene, cosa que hice, pues entre los mexicas esta costumbre también se propagó, aunque a la dicha goma la llamaban tzictli y apenas tenía de ritual, sino que más bien era cosa de limpieza. Masqué un poco con claras muestras de asombro y agradecimiento, que mucha era mi ansia de agradar, pero también porque me sorprendió su buen sabor y gratos efectos. Agradecí a Tendile toda su hospitalidad y generosidad para mi persona, alabando su poderío y riqueza, tal era costumbre en los reinos cristianos, pero de inmediato fui a lo que me interesaba, que era saber porque se me había llamado, que se deseaba de mi persona y porque no se puso en contacto con Cortés, que era capitán general. Tendile, con una leve sonrisa en su bronceado rostro surcado de profundas arrugas contestó.
—A bien tenéis, teule mío, exponer vuestras dudas, pero habéis de saber que mi amado monarca Moctezuma ha decidido que no sirva de intermediario entre Malinche y su persona, que otros más capacitados se encargaran de ello, así que tengo prohibido acercarme a los españoles.
—Pues si tenéis prohibido acercaros a los españoles, ¿Por qué entonces os arriesgáis a la ira de vuestro señor haciendo que pajes venga a buscarme?
—Porque esa prohibición no implica que no pueda honrar a mis amigos —la respuesta del mexica me llenó de satisfacción y sonreí.
—Os agradezco vuestra generosidad, pues que tan gran señor me atienda en amistad es un enorme honor que mi persona realmente no merece, pero por Dios, que me place, pues os considero hombre cabal, sincero y valiente, alguien a quien llamar amigo.
—Soy vuestro fiel lugarteniente, vuestro humilde servidor —y el quintalbor se inclinó hasta el suelo, tocando con las palmas de las manos la fina arena del suelo de la tienda, pero le obligué de inmediato a alzarse.
—Dignaos a alzar vuestra cabeza, pues entre amigos la servidumbre está de más, y dejemos que sea el honor y la verdad lo que nos una, no el servilismo.
Terminados los respetuosos agradecimientos y las promesas de amistad, ambos hombres nos quedamos unos momentos callados, meditando sobre lo distinto de nuestros mundos, la enorme distancia que nos separaba a uno del otro, pero que en esa tienda alzada en mitad de un llano de la selva no significaba nada y que a pesar de ser uno claro y el otro oscuro de piel, no quitaba que se pudiera fraternizar, bien lo sabía Dios. Aproveché para mirar a mis indias, que se encontraban detrás de mi, sentadas de cuclillas, con las manos en las rodillas y la mirada fija en el suelo, ajenas a la conversación, como si no se encontraran allí, pero que en cuanto se les diera una orden la cumplirían de inmediato. Los esclavos de los aventadores los movían despacio pero sin pausa, mientras otros indios, atentos a las señales de su señor Tendile, permanecían en el fondo. No sé porque, me fijé en Matlalcóatl —quizás un instinto, afinado por el constante guerrear, me previno— y descubrí que el mexica no quitaba vista de María de la Luz, y cuando el indio se percibió de que me había dado cuenta de lo que hacía, no pudo evitar enrojecer levemente de vergüenza y desvió con rapidez la mirada a su padre. Sonreí levemente y volví a mirar a María de la Luz, pero la muchacha seguía en su posición de sumisión y obediencia tal y como la habían educado, así que no creí que ella hubiera dado pie a Matlalcóatl para que la adorara. No di mayor importancia al asunto, pues la india era hermosa y el joven mexica mozo bien plantado con edad de fijarse en las mancebas a pesar de que ahora no era el momento adecuado y que la india pertenecía a mi persona, pero, como dijera, quité hierro al asunto pensado que eran cosas propias de muchachos. Pero Tendile, que también se dio cuenta de lo que aconteció, pues era vigilante como los halcones, no lo tomó tan bien y, considerando que era una falta de respeto hacia su invitado, con una señal de la cabeza ordenó a su primogénito que abandonara la tienda. Era evidente que al anciano la indiscreción de Matlalcóatl le disgustó, así que para evitar que fuera a más, dije con voz de quien no quiere la cosa.
—Fijaos en lo que pensaba, amigo mío, que cuando venía hacia acá, creía que me llamabais para intentar sonsacarme información acerca de la expedición y de mi capitán general.
—Ayo, mi reverenciado teule, que en un principio no andáis desencaminado —se sinceró Tendile olvidando al instante el incidente con su hijo—, pero a consecuencia de las nuevas órdenes, todo ha cambiado.
— ¿Y cuáles son esas órdenes? Si se puede saber, faltaría más.
—Que retorne de inmediato a Tenochtitlan.
—Entonces mi presencia aquí se debe a otros motivos.
—Aparte de rendiros amistad, averiguar más cosas sobre vos y vuestro mundo, que me parece increíble y difícil de entender, que a veces dudo si sois de verdad o ilusiones de los dioses enviadas para confundirnos. Perdonad mi osada lengua y vergonzosa curiosidad, teule, pero me gustaría que me volvierais a hablar de vuestras cosas y de esa España y Rey vuestro.
—A fe mía, que nada os tengo que reprochar, pues vuestras intenciones son claras y justas —y era sincero en lo que decía, pues la misma curiosidad e interés que tenía el mexica hacia los españoles la tenía yo hacia los indios, y agradecí su sinceridad y que no anduviera con rodeos, mareando la barba, ambigüedades o falsas palabras tan propia de cortesanos y aduladores. No obstante, tampoco podía fiarme del todo, que bien pudiera ser que todo fuera en realidad elaborada trampa para perder a los españoles. Tendile, ajeno a mis suspicacias, continuó largando.
—Así pues, está decidido, seamos amigos, y puesto que os parece bien, me gustaría saber cosas de vuestro dios y porque mentáis que es el verdadero.
—Nada me placería más que hablaros de Dios y Su amor por todos los hombres, pero me gustaría que esta vez las preguntas las hiciera yo primero —viendo sorpresa en el rostro de Tendile, me apresuré a explicar—. En nuestras anteriores conversaciones, vos siempre llevasteis la iniciativa y muchas fueron las preguntas que no pude formular. Permitidme que os la formule ahora y luego os hablaré de Dios y Su obra.
Pero lo más importante, era soldado, no fraile, y dudaba mucho que pudiera explicar correctamente los grandes misterios de la Fe a indio alguno, que para tan sagrado trabajo serían mucho más adecuados los frailes Díaz y Olmedo o el mismo Cortés. Tendile, con elegante gesto de la mano, me conminó para que hablara y comencé de inmediato a preguntar sobre los sacrificios humanos, que motivos llevaban a los indios a asesinar a inocentes en los altares y donde se había creado tan infernal religión y malvadas creencias. Tendile me contestó que no eran malos ni buenos, sino necesarios, y que para nada eran falsas creencias, sino grandes verdades que durante siglos se habían reverenciado con gran fe y devoción. Los mexicas eran los indios que más devoción daban a los dioses, en especial a su dios tutelar Huiztzilopochtli, dios de la guerra —del que me consideraban servidor o enviado— y Tlaloc, dios de la lluvia, y por esa devoción eran los más fuertes y prevalecían sobre las demás naciones. Además, sobre sus hombros había recaído la pesada tarea de salvaguardar el Sol, el quinto sol, y si no velaban por la salvación del astro, el mundo, tras terminar un ciclo de cincuenta y dos años, que era un siglo mexica, se terminaba. Rogué a Tendile que me explicara que me quería decir, pues no lograba entender nada, pero el indio dudó sobre si largar o no, pues temía, con razón, que ante sus explicaciones entrara en furia, como solían hacer los españoles ante cualquier rito indígena relacionado con sangre, y me negara a continuar razonando, pero argumenté que no sucedería tal cosa; a pesar de lo que escuchara hiriera mis oídos o alma, permanecería en respetuoso silencio y mi afán de conocer y comprender los ritos de la tierra prevalecerían sobre cualquier otra emoción, que ya tendría tiempo, cuando estuviera entre los míos, de juzgar o decidir sobre si era malo, falso o bueno.
Tendile sonrió satisfecho ante mis palabras y ordenó a los músicos que comenzaran a tocar una canción adecuada para la situación, y me comentó que nada mejor para empezar que disfrutar de un poema sagrado sobre la creación del mundo y comenzara a comprender. Antes de continuar adelante con esto, explicar que mucho se me contó y reveló en esa tienda, que largas fueron las horas que pasamos hablando hasta que casi amaneció y muy complejas y enrevesadas las explicaciones, que de ellas poco pude entender, pues los mexicas poseían cientos de dioses, muy contradictorios y ambiguos todos ellos, y sus ritos largos y numerosos, todos relacionados con muertes. También escuché horrores que me hicieron arder la sangre y a punto estuve de levantarme y marchar fuera del campamento, otro español ya lo hubiera hecho, pero mi intención era asimilar cuanta información pudiera retener para luego transmitirla a Cortés y los frailes y que pudieran utilizarla, a su vez, para combatir más eficazmente contra las mentiras que el Maligno había propagado en las naciones indias.
Desde mi encuentro con Tendile en la tienda, hasta el momento en que escribo mis crónicas, ha pasado mucho tiempo, pero muchas cosas se quedaron grabadas a fuego en la mente para siempre debido al sentimiento tanto de admiración como de horror que despertaba en mi persona la revelación de un mundo extraño, diferente a todo lo conocido hasta ahora. Es gracias a tal circunstancia por lo que ahora puedo reproducir casi fielmente el poema o las explicaciones que se me dieron, justamente resumidas para tornarlas un poco más comprensible y no caer en la tentación de escribir durante páginas y páginas lo que, en esencia, no dejaba de ser un falso y elaborado engaño por parte del Maligno hacia estas pobres gentes que vivían fuera de la gracia de Dios.
Se acercó entonces, continuando con el relato en su orden, un indio vestido con fina manta y colgantes de oro al centro de la tienda, y tras cesar la música excepto por un par de flautas, se puso a declamar en voz hermosa y clara lo que era a todas luces un poema religioso. No era el mismo poeta que la anterior vez, pues según me explicara Tendile, la poesía que ahora se narraba pertenecía a otro género distinto llamado teocuicatl, canto de dioses o religioso, y como era un genero diferente a los demás y muy especifico, diferentes también era sus escuelas y estudiantes. El quintalbor explicó un poco que poesía iba a escuchar, que se llamaba “La leyenda de los Soles”, y en ella se narraba el nacimiento del quinto Sol, que era el sol en el que vivíamos actualmente. Dicho quinto Sol, el nuestro, había sido alumbrado en una mítica ciudad que los mexicas llamaban Teotihuacan, que significaba literalmente “ciudad de los dioses”, y digo literalmente porque, según los indios, la mentada ciudad había sido levantada por los dioses en tiempos muy remotos y era tan increíble y vasta que escapaba a la comprensión humana y su grandeza apenas se podía comprender. Si no creía en lo que escuchaba, me dijo Tendile, que no preocupara, pues si en verdad los españoles marchábamos hacia Tenochtitlan, tendríamos ocasión de ver con nuestros propios ojos la divina ciudad y aceptar que los dioses existían y vivieron en la Tierra. Quedé maravillado y asustado ante tal revelación. ¿Sería verdad tal portento? ¿Qué existía en estas naciones una ciudad antiquísima que probaba que los dioses gobernaron sobre los hombres? Me propuse, si el destino y Dios así lo querían, contemplar en persona esa misteriosa Teotihuacan.
Habría que recordar, que los mexicas utilizaban para sus cantos y poesías una variante más culta y clásica de su lengua que se llamaba tecpillatolli, y como era muy complicada y distinta del náhuatl, no la podía entender, pero Tendile tuvo a bien traducirla para que la admirara en todo su esplendor. Dicha poesía rezaba así.
[…]
El hermoso poema continuaba explicando que en el segundo Sol, cuyo signo era 4-Jaguar, vivieron unos gigantes tan altos que cuando caían se morían. A mediodía se puso el Sol y la oscuridad prevaleció, los jaguares se comieron a las personas y así acabó este periodo. Luego vino el tercer Sol, 4-Lluvia, y dicho tiempo terminó con lluvias de fuego y arena, y todos perecieron abrasados. El cuarto Sol, 4-Viento, se caracterizó porque los hombres y mujeres se volvieron monos, acaso castigados por los dioses, esparciéndose por los montes y dando por terminado el cuarto periodo. El poema continuaba con nuestro actual mundo […]
Así terminó el canto, que fue de una belleza y complejidad tan extraordinaria, que me costó algún tiempo poder reaccionar, pero Tendile vio en mi rostro la impresión que me causó el poema y esbozó una sonrisa de suficiencia.
No obstante, a pesar que la poesía fue maravillosa, apenas pude entender nada de lo que en ella se narró, pues me perdí con los soles acontecidos y sus posteriores destrucciones, y como sus palabras eran extrañas y misteriosas, más propias de su nación que de la mía, escaso era mi entendimiento. Además, tampoco lograba entender que tenía que ver la creación de cinco soles con los sacrificios humanos y el culto a falsos ídolos, pero el quintalbor me rogó paciencia y tuvo a bien explicarme una serie de enigmas divinos. Unos ancianos, vestidos muy dignamente y con ricas joyas, me zahumaron con incienso, mientras Tendile, con voz solemne, me contó como, tras la destrucción de los cuatro anteriores soles, los dioses se dieron cuenta de que el nacimiento del quinto sol solamente sería posible con el sacrificio de otro dios. Así, los dioses decidieron levantar en su ciudad una enorme pira con ardiente fuego, si bien ninguno de ellos quería ser el sacrificado. Finalmente, tras arduas discusiones y no pocos enfrentamientos, la fatal decisión recayó en dos divinidades que fueron creadas por el dios supremo Ometeotl: los dioses Nanahuatl y Teucciztecatl. Éste último marchó decidido a la hoguera, pero viendo el pavoroso fuego arder con fuerza, notó flaquear su valor y no se lanzó, a pesar de que hizo hasta cuatro intentos, pero Nanahuatl, lleno de valentía, observando el carácter timorato de su compañero, se tiró al fuego sin pararse en futesas. Teucciztecatl, avergonzado ante la brava conducta del otro dios, encontró coraje y se sacrificó a continuación. Nanahuatl se transformó en un sol resplandeciente, que nadie podía mirar directamente so pena de quedarse ciego, y Teucciztecatl en la Luna. El resto de los dioses se alegraron por los buenos resultados conseguidos, pero pronto descubrieron que Nanahuatl no se alzaría en el firmamento hasta que no recibiese alimento necesario, es decir, los corazones para comer y la sangre para beber de otros dioses sacrificados.
Hubo otros dioses que no estuvieron de acuerdo con tal decisión, y tras cruenta batalla, Nanahuatl se impuso y todas las divinidades fueron sacrificadas una a una y Nanahuatl se alzó entonces desde el este, dando lugar a los ciclos solares. No obstante, Huitzilopochtli tuvo que luchar contra las tinieblas para expulsarlas del mundo y ese combate dio como resultado el nacimiento de las estrellas, aunque también se convirtieron en astros algunos de los dioses que fueron arrojados al fuego para que Nanahuatl se pudiera alzar. Fue así como el mundo pudo funcionar, pues sin el Sol, todos, animales, hombres y plantas, morirían sin remisión y la oscuridad se adueñaría de todo. Para evitar que esto ocurriera, se debía seguir alimentando al Sol con sangre y corazones; tal pesada y cruenta tarea recayó en los mexicas.
Estos, según palabras de Tendile, se consideraban a sí mismos como el pueblo elegido para mantener no sólo al Sol con vida, sino a toda la Creación al completo, cuidando con especial atención su ciclo solar de cincuenta y dos años, que era un siglo para ellos, donde si no realizaban un rito especial y determinados sacrificios el Sol no volvería a salir. La sangre era el alimento fundamental para mantener con vida al Sol, al que los mexicas llamaban actualmente Huitzilopochtli, y dicho alimento sólo se encontraba en la sangre de las madres muertas en el parto, de los guerreros caídos en combate y de los prisioneros sacrificados. ¡Dios mío, cuanto horror pude escuchar! Pero todavía el espanto no había concluido, pues a medida que se me iban explicando misterios, a pesar de que las brumas de la confusión seguían aposentadas en mi mente, poco a poco pude ir comprendiendo ciertas cosas que me aterraron aún más.
Los mexicas creían a ciegas ser el pueblo elegido para alimentar el Sol y salvar la Creación, y lo harían a pesar de que las demás naciones no lo creyeran o pusieran impedimentos. Como la sangre sólo se podía obtener en su mayor parte de prisioneros y muertos en guerra, se lanzaron de inmediato, en cuanto tuvieron el poder, a un ciclo de muerte y destrucción sin tope alguno. No luchaban por tierras, poder o botín, sino para someter y capturar infinito número de prisioneros destinados al sacrificio. Cuantos más numerosos y cruentos fueran los sacrificios, mejor alimentado y satisfecho se encontraría el dios y los mexicas, favorecidos por ese demonio al que adoraban, se convertían a su vez en una nación más fuerte y vital. Era un ciclo infernal de pesadilla, pues a medida que los mexicas caían sobre las demás naciones indias y las obligaban a tributo, el número de víctimas para el sacrificio en Tenochtitlan aumentaba junto con las riquezas, así que los indios pensaban que su poderío y fortuna provenían de su falso ídolo agradecido, al que de inmediato le honraban aumentando de nuevo el número de muertes. Quien sepa leer y entender, se dará cuenta del perverso engaño que el Maligno había perpetrado en estas tierras y como los mexicas fueron cegados con falsas promesas por culpa de su orgullo y vanidad. Grande era mi horror y repulsión hacia las creencias mexicas, y desesperaba en mi interior al escuchar largar a Tendile sobre sus misterios y ritos.
Tras una pausa, donde nos volvieron a servir jarras de espumoso xocolatl, Tendile volvió a hablar con voz suave y firme y pasó a explicarme el mito de Coatlique y el nacimiento de su dios principal Huiztzilopochtli. Coatlique era la diosa Tierra de la vida y de la muerte y su nombre significaba “La Señora de la falda de serpientes”. Un indio trajo una pequeña estatua de piedra de la diosa y me la mostró con mucha reverencia y grande fue mi espanto al contemplar semejante aberración, pues no tuve duda alguna de que el ídolo representaba un demonio. Su apariencia era horrible, pues aparentaba una mujer extraña con cabeza deformada y plagada de colmillos, ajena a entendimiento humano, con una falda de serpientes, un collar de corazones de las víctimas de los sacrificios y varios cráneos en su cintura. Esta diosa, eternamente sedienta de sangre, tenía los senos flácidos y afiladas garras en pies y manos, que más parecían de bestias que de hombres.
Según contó Tendile, Coatlique fue fecundada en primer lugar por un cuchillo de obsidiana y, a raíz de este embarazo, dio luz a una diosa llamada Coyolxanuhqui y un grupo de vástagos que se convirtieron en estrellas. La diosa Coyolxanuhqui estaba asociada con un grupo de cuatrocientas deidades-estrellas conocidos con el nombre de Huitzahuas a los que sometía a su control mediante poderes mágicos y por ser una diosa de influencia lunar.
Coatlique, que habitaba en un cerro sagrado denominado Coatepec, se encontraba un día barriendo y encontró una bola de plumas, que guardó cerca de su pecho y grande fue su sorpresa cuando al ir a buscarla más tarde no la encontró y descubrió que se había quedado embarazada. Coyolxanuhqui y los Huitzahuas se encolerizaron al saber aquello, pues se consideraba que una diosa sólo podía dar a luz una vez. Coyolxanuhqui y los cuatrocientos Huitzahuas consideraron un ultraje aquel embarazo y se dispusieron a matar a su madre por semejante insulto. Coatlique se hallaba angustiada en su cerro Coatepec, pero de su vientre escuchó una voz que le dijo que no se preocupara, que se pusiera del lado de donde venían los otros dioses. Así, cuando Coyolxanuhqui y las cuatrocientos deidades apresaron a su madre y la cortaron la cabeza, de su barriga surgió de inmediato el demonio Huitzilopochtli equipado con un escudo de plumas de águila, sus dardos, su lanzadera azul y una serpiente de fuego, y comenzó a luchar contra los Huitzahuas y a matarlos uno a uno de forma sistemática y cruel a pesar de los ruegos de las víctimas que, una vez asesinadas, se convirtieron en estrellas. Por último, Huitzilopochtli decapitó a Coyolxanuhqui y lanzó la cabeza al cielo, donde se convirtió en Luna, y el cuerpo, tras despedazarlo, lo arrojó por las escalinatas del cerro sagrado Coatepec, de donde cayó a una profunda sima y allí quedó para siempre.
Maldito horror pagano, malditos fueran sus falsos ídolos y sangrientas costumbres, pues todo en ellos estaba relacionado con sacrificios masivos, corazones arrancados o sangre derramada. A la furia que sentía al escuchar tales historias, le tenía que añadir la confusión, pues mil veces escuché que este o aquel demonio se convertía en sol o luna y pronto perdí la cuenta de cuantas veces ocurría esto, pues, al parecer, varios dioses podían ser el Sol y otros tantos la Luna, así de absurdas eran las falsas creencias de estos mexicas. También escuché largar al quintalbor sobre otras cuestiones, como que su universo se componía principalmente de tres partes: el cielo, la tierra y el inframundo; y a su vez, cada una de estas tres se dividían en muchas más partes, lo que añadía confusión y desgana a mis ansias de saber, que mucho fue lo escuchado y poco lo entendido entre tanto horror. Baste con añadir que el paraíso para los mexicas, o lo más parecido, era un lugar llamado Tlalocán, que era algo así como un primer nivel celestial y allí era donde iban a parar las almas de los desventurados muertos en la piedra del sacrificio, de los guerreros caídos en combate y de las mujeres que fallecían durante el parto, pues los mexicas consideraban que una moza cuando daba luz libraba una cruenta batalla donde la probabilidad de perder la vida era muy elevada.
Tendile, comprobando que era incapaz de asimilar todo cuanto me decía, que una y otra vez le interrumpía para preguntar ora sobre esto, ora sobre aquello, y que la repulsa afloraba a mi rostro, decidió prudentemente dejar de platicar y consideró que mucho me había mostrado para la primera vez. Ahora fue su turno de preguntar, pues a pesar de que ya había escuchado algo sobre ese dios que adorábamos, la cruz de madera y una Señora con un niño, deseaba saber de mi boca con exactitud que significaba todo aquello; y fue hablar el gran señor y multitud de indios se sentaron a nuestro alrededor para prestar atención, alguno de ellos para dibujar en tiras de papel y dejar constancia de todo cuanto se largara.
Sentí desfallecer, pues no me encontraba con fuerzas para responder a las preguntas, sobre todo me estaba costando mucha fuerza de voluntad obligarme a permanecer sentado y no escapar ante los horrores que escuché. La boca la tenía seca y si hubiera podido echar un trago de vino me consideraría el hombre más afortunado de la tierra, pero allí estaba, mortalmente pálido a causa de las creencias de los indios y por encontrarme en la responsabilidad de hablarles de Dios que era todo amor y comprensión. ¿Pero cómo iba a largar sobre Dios un soldado, manchado con la sangre de numerosos adversarios, a estos mexicas crueles? ¿De dónde sacaría la fuerza y la sapiencia necesaria para poder instruirles? Inspiré aire con fuerza y procuré tranquilizarme, pues mío era el deber de intentar, al menos, que un poco de la gracia de nuestro Señor cayera sobre estos indios. Recordé las palabras de fray Olmedo al respecto, que consideraba que los naturales se acercaban a las enseñanzas de Jesús como niños y procuré hablarles entonces, dentro de mis limitaciones, que eran muchas, como si fueran tales.
—Al principio no existía nada, tan solo el vacío eterno —comencé a largar muy dubitativo, intentando traducir en náhuatl fluido, pero simple, lo que me bullía en la mente—, hasta que Dios, nuestro Señor, dijo: “Hágase la luz”, y la luz se hizo. Así comenzó todo, con la Palabra de Dios, y la Creación tomó forma y el vacío dejó de serlo. Dios completó el resto de la Creación en seis días: tierra, agua, flora, animales… Y al séptimo descansó, por eso los españoles honramos el domingo, que es el séptimo día, como el día del Señor.
— ¿Cómo pudo “Dios” crear todas esas cosas él solo? —preguntó Tendile con sincera curiosidad.
—Porque es todopoderoso, no hay límites para su poder, por eso es Dios.
—Si es tan todopoderoso, ¿Por qué necesitó seis días de trabajo y uno para descansar? Lo pudo hacer todo en un día si le hubiera placido.
—No lo sé —respondí con sinceridad, pero un poco irritado ante las constantes interrupciones del quintalbor. Era evidente que el mexica era diferente a mi persona. Mientras que yo había escuchado en silencio todo cuanto me quisieron largar, Tendile preguntaba intentando comprender lo que le decía, pero causaba que perdiera la concentración y me enfadaba, pero recordé a fray Olmedo recitando las Sagradas Escrituras a los indios con infinita paciencia y me dije a mi mismo: “Paciencia, Diego, tened paciencia como la tuvo Cristo con los gentiles”. Continué hablando despacio, dispuesto a contestar como buenamente pudiera—. Los caminos del Señor son inescrutables. ¿Por qué tardó seis días en crear el Mundo y no uno? ¿Cómo un mortal va a saber que pasa por la cabeza de Dios? Sus motivos tendría, y seguramente un fraile o un obispo os lo pudiera decir, pero tened merced conmigo, noble señor, que tan solo soy desventurado soldado. El caso es que Dios en seis días creó el Mundo y a continuación creó al Hombre y lo depositó en el Paraíso, que era lugar bueno y gozoso donde nunca se pasaba hambre, frío o padecimientos, que todo en esa tierra eran abundancias.
— ¿Creó solo al hombre? ¿No creó también a la mujer?
—En un principio al Hombre, y le puso por nombre Adán, pero enseguida el Señor, viendo a Adán solo, le dio por compañera a la Mujer, que la formó a partir de una costilla de Adán, y la llamó Eva. Adán y Eva formaron entonces la primera pareja de la Creación y fueron felices y plenos en el Paraíso, donde todo lo podían obtener con tal solo pedirlo. Pero aconteció que Dios creó un árbol que daba manzanas, que es un fruto de mi tierra, y le llamó “el árbol del conocimiento”, y dijo a Adán y Eva que tomaran lo que quisieran del Paraíso, pero de ese árbol, que les estaba prohibido…
—Ah, imagino que ese “árbol del conocimiento” era una astuta trampa de vuestro dios para probar la lealtad y devoción de la pareja —añadió Tendile con mucha inteligencia. El indio poseía mente rápida y ágil, muy abierta a lo nuevo, y eso le diferenciaba de la gran mayoría de los indios que poseían mente obtusa y algo lenta, producto sin duda de su naturalidad fatalidad y terribles creencias. Creí entonces intuir lo que fray Olmedo decía sobre los indios, que se acercaban con naturalidad a la Fe porque, siendo hijos de Dios, reconocían de inmediato Su gracia y la deseaban abrazar.
—Bueno, no diría que era una trampa exactamente, pero sí una prueba. El caso es que el Demonio, con forma de serpiente, engatusó a Eva con pérfidas palabras que hablaban de placeres y recompensas y…
— ¿El demonio? ¿Una serpiente?
— ¡Basta, por Dios! —terminé por explotar. Los indios, sobrecogidos ante mi potente voz y poderío físico, se quedaron petrificados por el espanto y Tendile se postró de inmediato temiendo haberme ofendido—. Si me interrumpís constantemente, pierdo el orden de los acontecimientos, que bastante difícil me es ya poder hablaros de Dios.
—Ayo, ayo, poderoso teule, perdona a este vuestro humilde servidor —imploró el mexica.
—Teneos en vuestros ruegos, noble señor, que en realidad no me habéis ofendido, pero os rogaría que tuvierais a bien dejarme explicar.
—Y eso pretendo, pero reconozco que me es difícil. En mi mente se confunden las ideas, pues si Dios creó tan solo a Adán y Eva, ¿de dónde salió ese demonio? ¿Y porque tomó forma de serpiente? ¿Es qué las serpientes son dañinas? En nuestras creencias la serpiente es símbolo de divinidad, de renacer, de algo bueno.
—Por eso vuestras creencias son falsas. ¿Cómo puede ser benévola una serpiente que repta en la oscuridad, siempre acechando con ponzoña en sus dientes? No conozco caso en que un hombre haya obtenido algo bueno de relacionarse con las serpientes, sino todo lo contrario. En cuanto al demonio, dejadme explicaros que cuando Dios decidió crear el Mundo, también se hizo con cohortes de ángeles y servidores, y uno de ellos, el más poderoso, hermoso y sabio, se rebeló y tuvo que ser castigado, convirtiéndose entonces en el Maligno, el Embustero, Aquel que odia y envidia la Obra de Dios y que pretende mancharla o destruirla, como ocurre en estas tierras, donde estáis engañados por el Mal.
— ¿Cómo podéis decir esto, teule? Nuestros dioses no nos engañan y son buenos con nosotros mientras les adoremos con devoción.
— ¡Vuestros dioses son servidores del Maligno! Os engañan, os hacen creer que son buenos y a cambio les adoráis con cientos de sacrificios humanos, ¡pero si hasta me tomáis por dios cuando soy mortal! ¡Y decís que no estáis equivocados! Mas callaos de una vez, pues pongo a Dios por testigo de que nunca podré acabar de explicar lo que vos mismo me habéis tenido a bien preguntar. Por favor, necesito beber un poco de agua.
No bien terminé de hablar, una india acudió de inmediato a mi lado y se postró con sumo respeto ante mi persona y luego procedió a llenar un vaso de arcilla con agua fresca y claro, pero fue Florecilla quien me acercó la jarrita a mi persona, pues no consentía que nadie más que ella me atendiera. Pedí un poco más, pues me encontraba sediento, y cuando hube saciado la sed, continué con las explicaciones.
—Engañada Eva por la serpiente, que no era otra cosa que el Demonio disfrazado, tomó uno de los frutos y lo llevó ante Adán, para que ambos comieran de la manzana. Eso hicieron, y cometieron pecado de orgullo, soberbia y traición ante su Señor, que enterado de la deslealtad de sus hijos los expulsó del Paraíso y los condenó a trabajar para ganarse el pan, a enfermar y a sufrir toda clase de adversidades, incluida la muerte. A causa de este primer pecado es por eso que todos los hombres nacemos con la pesada carga del “pecado original”. Adán y Eva tuvieron hijos y de sus vástagos descendemos los demás hombres. Hay muchas historias acerca de los primeros hijos de Adán y Eva, pero ahora no viene al caso entrar en detalles.
—Entonces, según vuestras explicaciones, todos los hombres descendemos de ese Adán y esa Eva.
—Hum, sí, pero no son mis explicaciones, sino la palabra de Dios, que viene recogida en las Sagradas Escrituras, que es el libro donde esta rubricada la única y verdadera Fe.
— ¿Vos poseéis ese sagrado libro?
—Por Cristo bendito, no. La Biblia no es para que cualquiera haga mal uso de ella. Primero hay que someterse a Dios, vivir según Su palabra, ser hombre humilde, sabio y santo. Entre mis compañeros hallareis a esos hombres, que son los frailes Juan Díaz y Bartolomé de Olmedo, a los que ya conocéis. Ellos son los más adecuados para estudiar y leer las Sagradas Escrituras y después transmitir, bajo una adecuada supervisión, los conocimientos y misterios divinos que de ellas aprendan.
—Igual que nuestros papas y sacerdotes, que son los únicos que pueden comprender las señales que nos envían los dioses y comunicarse con ellos. Suyo es el poder de conocer los ritos y sus misterios, y eso gracias a que durante muchos años han estudiado con duro celo y sacrificio, desde que salen de su calpulli, pasando por el calmecac y después sirviendo en el cu —con tanto nombre desconocido, no pude entender, pero Tendile enseguida me explicó que calpulli era una especie de clan basado en una organización tribal, familiar y política, y que Tenochtitlan estaba dividida en veintes calpullis que servían para estructurar el orden social mexica. Del calpulli, al que se pertenecía de por vida, salían los niños indios a estudiar a la calmecac, que era una escuela, donde unos estudiaban para guerrear, la mayoría, y unos pocos privilegiados, ya fueran por ser de la nobleza o por poseer dotes especiales, para sacerdotes, escribanos, poetas o profesiones más dignas según las costumbres mexicas. No obstante, Tendile podía largar de sus papas todo lo que quisiera, que difícilmente podía comparar a un hombre bueno como fray Olmedo con uno de sus espantosos sacerdotes con vestidos manchados de sangre, pelo largo amasado también con sangre y garras demoníacas, que exudaban constantemente, porque no se podían bañar, olor a matadero.
Pero nada de esto dije al anciano y continué platicando de Dios y sus bondades a pesar de mis dificultades. Para no complicar demasiado las cosas y porque yo mismo consideraba que nunca llegaría a buen puerto en mis explicaciones, decidí acelerar el trámite y expliqué que los hombres tendían a portarse mal con Dios y desobedecer Sus leyes y que el Señor, enojado por el comportamiento malvado de sus criaturas, envió el Diluvio e hizo perecer a todos los hombres a excepción de Noé, su familia y una pareja de animales de cada especie. Los indios quedaron asombrados ante la historia, que les impresionó mucho, y cuchichearon entre ellos muy animadamente. Intuyendo que había captado su atención, continué largando para explicar que, gracias a Noé, que se salvó por ser justo y honrado con Dios, los hombres volvieron a repoblar el Mundo, pero seguían pecando y además a muchos de ellos no les llegaba la gracia divina. Entonces el Señor decidió mandar a la Tierra a Su hijo, que era Jesucristo de Nazaret, Señor nuestro, para que expiara con Su muerte tanto el pecado original como los pecados de todos los hombres.
Me costó mucho poder explicar a los mexicas que el Hijo, Cristo, era en realidad Dios hecho carne en la Tierra, pero los indios negaban confusamente mis explicaciones bastantes torpes sobre el tema, porque no podían imaginar que necesidad tenía Dios de convertirse en su propio Hijo y encima ser Dios e Hijo a la vez, que eso les llenaba aún más de confusión, pero como no me consideraba capacitado para desvelar tal misterio divino y encima la paciencia escaseaba, lanzaba fuertes juramentos consiguiendo enmudecer a los indios para que me dejaran seguir, pues deseaba terminar cuanto antes con el apurado trámite en el que me hallaba, que ya la cabeza me comenzaba a palpitar del dolor; y eso que todavía no había llegado al Espíritu Santo, que junto con Dios y el Hijo, conformaba la Sagrada Trinidad, y es que a los dichos indios no les entraba en su dura cabezota que un dios debiera partirse en tres partes y que las tres partes fueran diferentes e iguales a la vez. Y digo yo, vive Dios, que más complicado era el panteón de los falsos ídolos de los nativos, que muchos de sus dioses eran paridos por las buenas y se convertían en soles o estrellas a la vez, y que podían ser varias divinidades a la vez, y que morían y resucitaban en orgías de sangre y muerte, y si podían entender de tantas confusiones y crueldades, también podrían hacerlo en estas cuestiones. Pero basta de divagar sobre el tema, que a nada bueno nos podría conducir, y volvamos a donde lo dejé. Narré como Cristo fue traicionado por los hombres, incluyendo uno de sus principales apóstoles, injuriado, tornado preso, flagelado, torturado y por último muerto en crucifixión en horrible agonía. Con Su muerte y el correr de Su sagrada sangre, nuestro Señor lavó el mundo de sus pecados y nos dio a todos los hombres una nueva oportunidad de vivir de acuerdo con sus justas enseñanzas, que eran todo amor y justicia. Al tercer día resucitó y mandó a sus discípulos con Su mensaje a recorrer todo el mundo. La palabra de Dios se propagó entonces por todos los rincones, pero costó mucho, pues muchos fueron perseguidos y muertos por llevar el Verbo a las tierras paganas y crueles, pero ahora, hete aquí, que los españoles nos encontrábamos en estas desconocidas naciones para seguir evangelizando y desterrar las falsas creencias y a los demonios a los que se tenían por dioses.
Si el asunto del Diluvio impresionó a los mexicas, más lo hizo el saber que Cristo tuviera que ser sacrificado para que con Su sangre se pudiera salvar el mundo. Esa idea de muerte, sangre y resurrección era muy del agrado de las creencias indígenas, que veían en la Pasión del Señor muchas similitudes con las historias de algunos de sus falsos ídolos, lo que me irritaba profundamente y pronto estuve por terminar la velada, que bien harto me tenían ya con sus constantes dudas, blasfemias e infernales cuentos, pero siempre lograba tranquilizarme en el último momento y permanecía quieto, pensando que era mi culpa que el mensaje de Dios no entrara en el corazón de los indios, pues era torpe y desdichado en mis explicaciones, dándome cuenta que durante demasiado tiempo había dejado de lado al Señor y Su palabra, prometiendo acercarme más a Él en cuanto tuviera ocasión, pero, pobre pecador, una cosa era lo que prometía y otra muy distinta que lo cumpliera.
A la pregunta de Tendile sobre si la Virgen era la madre del Hijo contesté afirmativamente, y el quintalbor volvió a hacer gala de una admirable perspicacia e intuición. María era mujer mortal que fue tocada por dios, pura, inmaculada y virgen, para que alumbrara a Cristo con forma mortal, y por ser la Madre de Dios, buena y todo amor, los españoles la adorábamos con gran fe y profusión, y era corriente entre nosotros que la representáramos como doncella con el pequeño Jesús en brazos. Esto de que la Señora fuera virgen pero que aún así quedara preñada hizo exclamar otra vez a los allí reunidos, que volvieron a realizar odiosas comparaciones, esta vez metiendo por en medio a la abominación que era la diosa Coatlique, que también fue embarazada por misterio divino y dio a luz a Huiztzilopochtli justo a tiempo para que este matara a los dioses que habían atentado contra su madre. Ya no aguanté más y, con tremenda blasfemia, me puse en pie en toda mi estatura, rojo de ira, y señalando a los mexicas les dije.
— ¡Feria mi ánima, malditos paganos adoradores de demonios y comedores de carne humana! ¡Qué harto me encuentro de vuestras blasfemias y tentado estoy de hundir mi acero en vuestras tripas! ¿Cómo osáis comparar a la dulce Señora, que es todo amor, con esa espantosa aberración que más que mujer parece producto impío del cruce de bestias demoníacas? ¡Por Cristo redivido!
Pero como todo esto lo largué en español, ningún mexica pudo entender que era lo que gritaba con tanta pasión y enfado, pero comprendieron que en algo me habían enojado y se postraron en el suelo de inmediato, confusos y llenos de temor, incluido Tendile. En ese momento recobré la calma y comprendí que me hallaba en real enemigo, perder los nervios podía condenarme a ser detenido o algo peor, y que más valía que me calmara y dejara pasar las irreverencias de los indios, que nada sabían del Señor, de la Virgen y sus buenas obras, que hombres mejores y más sabios ya les llevarían la Palabra tanto a su mente como su corazón. Además, ver a los mexicas postrados de tan humillante manera sólo por pensar que me hubieran ofendido, a mí, que era su invitado, me hizo sentir culpa y arrepentimiento ante mis aceradas palabras. Cambiando el semblante a uno más alegre, quité hierro a la tensa situación y rogué a los indios que se alzaran y perdonaran mí alocado carácter, que tuvieran a bien comprender que era soldado, hombre rudo instruido en el campo de batalla, muy temeroso de Dios, y que no era natural en mi hablar de misterios y cosas religiosas. Los indígenas se miraron unos a otros, porque mi temperamento, igual que el de casi todos los españoles, les confundían, porque en un momento éramos todo furia y al otro amabilidad. —Ayo, ayo, teule, perdónanos a nosotros, tus humildes siervos —dijo Tendile con auténtico pesar en su voz—, que no caímos en el parecer que sois guerrero, muy valeroso y sangriento en batalla, por eso sois teule Huiztzilopochtli, y que para desvelar palabras divinas son mejores los sacerdotes, para eso viven, pero a pesar de todo, bien contentos nos han dejado vuestras explicaciones, que muchas maravillas hemos descubierto y comprendido.
—Yo también pido a vuesas mercedes gracia por mi comportamiento, más propio de patán de cuadra que de hidalgo, y que si en algo os he ofendido, tengáis a bien disculparme. Llena esta mi dicha si algo de lo que he largado ha entrado en vuestros corazones. Los españoles, los cristianos en general, hablamos del Señor con mucha pasión, pues tanto es nuestro amor por Él, que nos sentimos ofendidos cuando se le menta de mala manera o se le compara con los demonios que adoráis.
—Pero bien es cierto que esos “demonios”, como vos los llamáis, son nuestro dioses, a ellos nos debemos y es gracias a su benevolencia que somos un pueblo fuerte y valeroso.
—No pongo en duda que sois fuertes y valerosos, noble Tendile —dije mientras me volvía a sentar, ya con los ánimos más tranquilos y dispuesto a no volver a perder la compostura habláramos sobre lo que habláramos, pues si los indios podían ejercer control de sí mismos cuando en sus mismas narices se les reprochaba que adoraban a falsos ídolos, que menos podía hacer un español que permitir que intentaran explicarse sobre sus deshonrosos actos—. El problema se encuentra en que no comprendemos que siendo como sois nación fuerte, civilizada y muy adelantada, seáis tan crueles con vuestros hermanos y los sometáis a terribles sacrificios.
— ¿Acaso no es lo correcto? ¿No debemos actuar así para salvar el mundo? Vos ya sabéis la verdad: que es nuestro sagrado deber seguir alimentando a los dioses con la sangre y los corazones de mortales. Vosotros repudiáis nuestras ancestrales costumbres, pero, ¿no matáis en la guerra a cientos de enemigos? ¿En qué se diferencia matar en batalla que en hacerlo en altar sagrado para mayor honra de los dioses?
—No es lo mismo.
—Claro que no, teule, porque cuando un valeroso enemigo o un esclavo muere en el altar, con su sangre salvamos el mundo y, con ese noble gesto, la ofrenda se convierte en parte fundamental para que el Sol se siga levantando todos los días y el mundo continúe existiendo. Agradecemos cada vida que tomamos con el mayor respeto posible, sabiendo además que el sacrificado podrá acceder a la otra vida con pleno derecho para gozar de infinitos placeres y privilegios.
— ¡Dios mío! Tergiversáis las palabras para justificar vuestros crimines. Matar en la batalla es horrible, no lo voy a discutir, pero se trata de algo natural, consecuente con lo que se espera de soldados. Cristianos, infieles, hasta paganos, aceptan que cuando los ejércitos chocan se han de producir bajas, y nadie los considera crímenes ni actos atroces, si bien es cierto que hay individuos que, amparados con la excusa de guerrear, cometen todo tipo de actos abominables. La Historia demuestra que la guerra es constante y necesaria, que la paz sólo es un intermedio entre una batalla y otra. Quizás en un futuro la gracia de Dios descienda sobre los hombres y desaparezca la guerra, pero por hoy tal bonito sueño no es más que una vana ilusión. La guerra saca lo peor del hombre, libera sus monstruos interiores y le hace cometer actos que en otros momentos no haría, debido en parte porque cuando se combate la sangre se inflama, el corazón se acelera y la mente se embota para escapar del horror que supone el matar. Pero los pecados que se cometen en el campo de batalla son perdonados, porque son necesarios y porque la Ley y la Justicia se hacen a un lado, pero el soldado que mata a su oponente con impunidad durante la batalla no puede luego, acabada esta, cometer el mismo crimen ya sea contra civil o contra otro soldado, porque la Justicia y la ira de Dios caerán sobre él. En tiempos de guerra, un hombre puede ser un héroe por acabar con cientos de enemigos; en tiempos de paz, ese mismo hombre será un criminal si alza la mano armada contra un semejante. En tiempos de guerra, cuando el miedo te atenaza la garganta y el ansia de vivir se impone a cualquier moral, se comprende que debas matar para sobrevivir, se comprende que la mente torne en locura y frenesí y se cometan actos malvados. En tiempos de paz no hay excusa para cometer esos actos malvados, porque ya no está en peligro la vida, ya el miedo no atenaza el corazón, sino que es la avaricia, el odio o la venganza lo que lleva a desear la muerte de los demás. Es lo que pienso, y espero que lo hayáis podido comprender a pesar de mi falta de don de palabra.
—Comprendo —Tendile meneó la cabeza, pero eso fue todo. Transcurrió un momento de silencio, donde lo único que se escuchó fue el raspar de las plumas de los pintores indios sobre el amatl y donde el quintalbor pareció meditar a fondo sobre mis palabras. Finalmente, el anciano alzó la mano con digno gesto y me preguntó—. Nosotros también castigamos a quien mata a su hermano y atenta contra la comunidad, pero, ¿acaso no es un derecho del vencedor obtener botín sobre el vencido?
—Sí, es un derecho.
— ¿Y dentro de ese botín no entran hombres y mujeres que se toman como esclavos o sirvientes?
—Entran dentro del botín, aceptado esta por todos.
—Entonces, teule, ese guerrero que ha combatido admirablemente, sirviendo a los dioses y sus señores con honor y valentía, ¿no merece buen botín? Y si lo merece, ¿no es dueño absoluto del botín aunque dicho botín este compuesto por hombres y mujeres?
—No comprendo que me queréis decir.
—Si el guerrero que vence en batalla es dueño del botín, podrá hacer con él lo que quisiera. Si tiene hombres o mujeres, puede, según nuestras costumbres, llevar los varones para el sacrificio y tomar a las mujeres para su placer. Es el premio a su valentía.
—Mil y mil horrores escucho salir de vuestras bocas, y mil y mil veces siento pavor ante lo escuchado. Que es lícito poseer hombres y mujeres como botín de guerra es algo con lo que estoy de acuerdo, e incluso hasta nuestras leyes lo contemplan, pero cuando capturamos un esclavo adquirimos una responsabilidad hacia ese servidor que no se puede eludir. Un gran señor, un noble hidalgo, no debe torturar ni abusar de sus criados o esclavos, sino que los debe cuidar, alimentar, llevar a la Fe y tratarlos como naturales inferiores por su condición, pero no debe abusar de su poder ni superioridad ante esos infelices, ¡y mucho menos llevarlos al tajo del carnicero como si fueran corderos!
—A mis oídos han llegado que algunos de vuestros capitanes no tienen ese trato tan correcto que me mentáis con los indios que han capturado —Tendile me soltó esto sin acritud en su tono de voz, sin que el rostro se le alterara lo más mínimo, así que comprendí que tan solo constataba un hecho, no lanzaba un reproche, así que respondí con tranquilidad.
—Siempre hay miserables que gustan de atormentar a los demás para ocultar su cobardía y la negrura de su alma, Dios los maldiga a todos. Sé a dónde queréis llegar, amigo mío, pero no lo voy a permitir. No hay excusa para atormentar o sacrificar hombres, ni tampoco para violar mujeres por muy valeroso que se haya sido en el combate. Podéis argumentar todo lo que queráis, pero no es lo mismo matar en combate, que en un altar a sangre fría. Si no comprendéis esto, vuestro pueblo está condenado, fuera de la gracia de Dios. El Demonio os ha confundido y os ha hecho creer que hacéis bien en matar a inocentes por centenares en vuestros altares, pero todo es mentira y os degradáis cada vez que arrancáis un corazón y a continuación devoráis el cuerpo del infortunado que ha sido sacrificado, otra costumbre repugnante que no se puede tolerar más.
—Ayo, ayo —se espantó Tendile ante mis duras palabras—, soy yo ahora el confundido. ¿Por qué negáis una y otra vez la existencia de nuestros dioses? Son los que nos dan el calor, la luz, las buenas cosechas, quienes hacen surgir las flores en el campo, traen las lluvias y hacen que nuestro pueblo sea sabio, justo y el más fuerte de todos. Los dioses llevan con nosotros mucho tiempo y nunca nos han abandonado, ni cuando nos encontrábamos más apurados. No comprendo porque decís que son falsos, cuando su existencia es validada solo con observar lo creado. ¿No sabéis el peligro que corréis vos y los vuestros al negar su realidad, al burlaros o despreciar su poder? No deberíais hacerlos enfurecer, porque grande es su ira y os pueden lanzar el rayo, la piedra, extrañas y mortales enfermedades, o atacaros mediante la forma de una araña o una fiera. Están en todas partes, atentos a nuestro comportamiento hacía ellos, siempre pendientes de que los adoremos como se merecen y en su justa forma. Si no los alimentamos con el bien más preciado que poseemos, la sangre, su furia se abatiría sobre todos y nos enviarían espantosas calamidades. ¿Qué es el precio de miles de esclavos o guerreros al año a cambio de que Huiztzilopochtli se alce todos los días y el mundo continúe con su andadura? ¿Acaso no es necesaria la intervención de Tlaloc para que el ciclo de las cosechas siempre nos sea propicio y no padezcamos hambrunas? No podemos permitir que los dioses no reciban su justa recompensa a todos sus desvelos hacia nosotros, miserables mortales. Perdonad mi soberbia, pero no importa lo que vos y el resto de teules, incluidas las demás naciones indias, penséis sobre nosotros o nuestros ritos; es nuestro sagrado deber salvaguardar la integridad del quinto Sol y cumpliremos con dicho deber con diligencia, humildad, devoción y honor.
— ¿Aunque eso implique matar a miles de inocentes, descuartizar sus cuerpos y luego devorar sus restos en orgías sangrientas?
— ¿Pero qué mentáis, teule mío? Lo decís como si fuera cosa horrorosa, pero ya os he explicado que las ofrendas, en recompensa a su generosidad, van directos al cielo.
—Virgen Santa, Dios bendito, ampárame en esta noche negra —musité una plegaria horrorizado ante todo lo que escuchaba. Me santigüé varias veces con rapidez y luego besé el sencillo crucifijo de madera que siempre llevaba colgado al cuello. Los indios contemplaban con mucho interés todo lo que hacía—. Que horrendo y elaborado es el engaño en el que vivís —continué largando—, y cuanto os compadezco por esto. Como pensáis que las víctimas van a disfrutar de mejor vida tras el suplicio, no mostráis piedad alguna hacia ellas, siendo implacables en vuestro oficio de matarifes. ¡Así acabáis con hombres, mujeres y niños! Ah, pero grande es el poder del Señor y acabará con todo esto, lo sé muy bien. Os creéis nación fuerte y poderosa, que vuestros falsos ídolos os tienen a bien y que por eso no podéis sino prevalecer sobre las demás naciones, pero dejadme deciros, noble señor, que poco a poco voy empezando a comprender vuestros ritos y creencias paganas y sangrientas, que intuyo cuales son vuestros puntos débiles de esos a los que llamáis dioses. Lo mismo que vos decían antes los mayas y los totonacas, pero al final tuvieron que aceptar que Dios es amor y que Su Fe es la única y verdadera. Con mis ojos he visto rodar por los escalones las efigies de piedra y el terror en los rostros de los indios al ver caer a sus dioses para, a continuación, descubrir que vivieron engañados y abrazar al Señor y convertirse en hermanos nuestros en Cristo.
—Habláis como si vuestro dios, que es sólo uno, a pesar de esa complejidad de que pueda ser Hijo o Padre al mismo tiempo, fuera más fuerte que nuestros dioses, que son multitud. Y esos mayas o totonacas que han renegado de sus costumbres, ¿no ha sido porque son débiles, porque han defraudado a los dioses y estos, encolerizados, les han abandonado en vuestras manos? Con los mexicas tal cosa no podría ocurrir.
—Os engañáis al pensar de tal manera. Como he dicho, comienzo a entender un poco vuestra mentalidad. Adoráis a los falsos ídolos con gran profusión, cierto, pero vivís constantemente con terror al pensar que en cualquier momento les podéis fallar y os castigarán por ello. No hay cosa que ocurra bajo vuestro sol o la luna, aunque sea la caída de una hoja o el vuelo de un insecto, que no esté relacionado con este o aquel demonio; en todo veis magia o intervención divina.
—Como deber ser, amado teule. ¿No hicieron los dioses el mundo? ¿No es entonces todo mágico y está relacionado con ellos? ¿No hizo ese dios vuestro también el mundo? ¿Qué diferencia hay?
—Mucha, pero no podéis verla. Por eso prevaleceremos ante todas las adversidades, por Cristo bendito, no importan los quebrantos o los escuadrones de indios que nos surjan al paso. Dios marcha a nuestro lado y nos ayuda tanto en los momentos buenos como en los peores. Si los indios van a la batalla, previamente hacen ritos y se consignan a la misericordia divina. Si ganan el combate es porque los dioses se encontraban a su lado, pero si lo pierden, entonces piensan que los dioses les han abandonado porque alguna falta han cometido, o como castigo a algún supuesto pecado, y en esos indios cunde la desesperación y el fatalismo al saberse abandonados, como un niño que ve que su padre le deja sin que le mente palabra alguna. Ya no saben que hacer, ni como reaccionar, y son incapaces de afrontar los apuros que les vienen encima porque sienten que sus dioses les han dado la espalda. ¿Me equivoco en lo que digo, gran señor?
—Vuestra sabiduría sobre las costumbres de estas tierras es grande, pero tal cosa no sucede con los mexicas, siendo como somos favoritos de los dioses.
—Esa es la soberbia hablando por vuestra boca. Tarde o temprano cometeréis un error, pues a pesar de vuestra natural fuerza o sabiduría, no dejáis de ser mortales, voto a Dios. Pero dejadme deciros, señor mío, que con Dios es diferente, que es tanto el amor y la gracia que el Señor derrama sobre sus creyentes, que consigue que en todo triunfemos. Si vencemos, es porque Dios nos concede gracia; si perdemos, es porque el Señor, en su infinita sabiduría, ha querido darnos una lección de humildad, para hacernos saber que debemos esforzarnos más por aquello que deseamos conseguir. Ya lo dijo Cristo, que Dios ayuda a quien se ayuda a sí mismo. Pero el Señor nunca nos desampara, nunca nos abandona ni aunque nosotros le abandonemos a Él, e incluso en los momentos más adversos está a nuestro lado para confortarnos mediante la oración, para enseñarnos el camino a seguir y para que gocemos de Su amor. Nunca desfallecemos, ni retrocedemos, ni abandonamos lo que nos proponemos, pues Dios nos concede fuerza para seguir a pesar de que padezcamos tormentos y el cuerpo se nos quiebre de pura ruina. No importan los obstáculos, aguantamos, porque somos cristianos y estamos imbuidos de Fe. Aguantamos, y vencemos.
Fue tanta la pasión depositada en mis palabras, que todos los mexicas me observaron fascinados, e incluso algunos de los pintores reales se olvidaron de continuar con su trabajo. Tendile me miraba fijamente, con una arruga de preocupación en su frente. Era evidente que mi última parrafada le había impresionado sobremanera, no tanto por mi Fe en Dios, sino por comprobar que los españoles éramos inasequibles al desaliento, indestructibles de espíritu y muy valerosos, y que ni selvas, artimañas, ni miles de guerreros nos iban a detener, y se preguntaba como tratar con semejantes hombres, si es que en verdad éramos tales, y que pasaría si conseguíamos llegar hasta Tenochtitlan. También en sus ojos se notaba orgullo y admiración y estoy convencido de que a partir de ese momento, para los mexicas, muy a pesar mío, fui más teule que nunca, que Dios les confunda por tales creencias.
Así terminó aquella larguisíma entrevista con el noble quintalbor, que fue tanto lo que hablamos y con tanta pasión, que pasó muy de largo la medianoche y ambos contertulianos nos sentimos fatigados y con la mente confusa por intentar asimilar tantos conceptos nuevos y extraños, muy diferentes a lo que cada uno conocía de sus respectivos mundos. A pesar de que en varios momentos la conversación subió de tono y se intercambiaron aceradas palabras, no hubo ningún peligro de que la cordialidad o la amistad que nos profesáramos pudiera romperse, ya que los dos fuimos sinceros y nos limitamos a exponer nuestros razonamientos y defender lo que creíamos era correcto y verdad. Quizás de haber sido otros los protagonistas de aquella inolvidable velada, las cosas hubieran sucedido de otra manera, pero Tendile era noble, inteligente y muy respetuoso, y en todo momento supo estar a la altura de las circunstancias, como correspondía por otra parte a tan noble señor. Por mi parte, rogaba a Dios que entre los indios se tuviera igual parecer sobre mi persona.
Este es un extracto resumido de la novela histórica CRÓNICAS DE UN CONQUISTADOR II: MÉXICO-TENOCHTITLAN, escrita por Juan Carlos Sánchez Clemares. Novela publicada por Ediciones Medea. También se publica en
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