CAPÍTULO III: SON LOS HOMBRES LOS
VERDADEROS MONSTRUOS.
Sacro Romano Imperio Germánico, Servia, invierno de 1732.
El viaje duraba ya muchos días, pero
la expedición no desistía de su empeño en llegar cuanto antes a Medvedja. A
pesar del intenso frio y que los campos y bosques se encontraban cubiertos de
una espesa capa de blanca e inmaculada nieve, el tiempo les había respetado y
al menos no habían padecido tormentas de viento o granizo ni temperaturas
excesivamente bajas, si bien por las noches se debían encender buenos fuegos y
procurar arroparse adecuadamente, porque era cuando peor se pasaba y se corría
el riesgo de congelarse un dedo o un pie.
La salida de Viena fue discreta,
procurando no llamar la atención, pues el emperador no deseaba que nadie más
allá de los directamente implicados supiera nada acerca de la misión que
Flückinger comandaba; la máxima prioridad, aparte de esclarecer los asesinatos,
era que el secreto debía prevalecer y nadie debía ser informado de los
hallazgos e investigaciones.
Tras abandonar la capital se
encaminaron directamente hacia Hungría, yendo siempre por caminos y carreteras
directas que les condujeran con la mayor rapidez posible a Servia. En contra de
la opinión de Flückinger, el emperador les había prohibido que entraran en
Budapest, ya que una expedición imperial llamaría la atención y haría preguntas
indeseadas. Flückinger no comprendía a que venía tanto secretismo, pero no
estaba dispuesto a contrariar al emperador.
La expedición se encontraba formada
por él mismo en calidad de jefe, los tenientes coroneles Büttner y su amigo J.
H. von Lindenfets, que estaba encantado de unirse a lo que consideraba una
extravagante aventura y compartía las tesis de Flückinger que explicaban los asesinatos
de Medvedja. Lindenfets, además, pensaba que era la oportunidad para abandonar
por un tiempo las intrigas de la Cancillería y sentirse vivo viajando por zonas
agrestes y salvajes de enorme belleza natural; sentíase más joven y se le veía
alegre y lozano. Complementaban la expedición los experimentados y afamados
doctores, en calidad de ayudantes de Flückinger, Siegele y Johann Friedrich
Baumgarten. Este último no dejaba de quejarse durante todo el trayecto, ya
fuera por su edad o porque el frío le hacía doler los huesos. Andaba todo el
rato aspirando rapé, como si fuera la solución para sus problemas, y
estornudando y repitiendo sin cesar que no debía encontrarse en tal situación.
Flückinger no sabía porque Friedrich se había unido a la misión, pero lo
sospechaba.
Tenía dos posibles teorías. Una era
que Friedrich, tal y como se rumoreaba en la corte, había caído en cierta
desgracia ante el emperador por una ligera indiscreción y por eso se encontraba
en la expedición, como un pequeño castigo. Flückinger no creía tal cosa y
consideraba más plausible la segunda opción, que era que el anciano doctor era
en realidad los ojos y oídos del emperador en la misión, ya que era su hombre
de confianza, leal y adulador a toda prueba. Quizás Friedrich se quejaba tanto
para desviar las sospechas de ser el vigilante del grupo, o tal vez fuera
sincero en sus lamentos, porque no había que olvidar que era hombre mayor que
llevaba muchas décadas viviendo en la comodidad de los palacios y ricas casa
vienesas. A Flückinger le importaba bien poco cual era en realidad el papel de
Friedrich en la misión; él era quien tenía el mando y eso era lo esencial.
Terminaba de formar la expedición
cuatro soldados de confianza, de cierta veteranía, y los dos conductores de
sendas carretas donde se transportaban víveres, instrumentos médicos y diverso
material, así como tinta y papel, medicinas, cuerdas, lámparas, seis pistolas y
cuatro fusiles de chispa y su munición, incluso dos alabardas. Al principio a
Flückinger le pareció exagerado llevar tal arsenal, pero ahora que llevaban
días de viaje y se encontraban en agreste y perdido terreno, creyó que había
sido una excelente idea echar tales armas a las carretas. Todos iban armados,
excepto los dos médicos, con espadas y puñales; Lindenfets llevaba en su
caballo un sable de caballería y Flückinger una pistola con su funda al cinto.
Viajaban a caballo, excepto Friedrich por su edad, vestidos con ropa adecuada,
tipo militar, botas, calzas gruesas, abrigos largos de tela austriaca ideal
para el frio, chaquetas de tonos verdes y marrones estrechas y ligeramente
abiertas por la cintura y camisas de lana, junto con sombreros de ala ancha de
color marrón oscuro.
La marcha era siempre a paso rápido,
pero sin forzar a los caballos, y se iniciaba al despuntar el día y terminaba
tras anochecer y encontrar un buen sitio donde montar el campamento. Al
principio no supuso problema pernoctar, ya que casi siempre se encontraba una
posada al borde del camino, una casa de postas, un pueblo donde podían alojarse
en la casa del alcalde o un pequeño cuartel de milicianos encargados de vigilar
la zona y prender a los bandidos. Pero a medida que se adentraron en Servia ya
fue difícil encontrar tales sitios y cada vez fue más frecuente tener que
dormir en las tiendas, mientras afuera los soldados se turnaban para montar las
guardias. Lindenfets aseguraba que Servia estaba infestada de asesinos y
bandoleros que asaltaban a los viajeros solitarios o pequeños grupos que no
tomaban las medidas adecuadas. Era difícil que atacaran a una expedición tan
numerosa, formada por soldados bien armados, pero nunca estaba de más tomar
precauciones. En estas cuestiones, Flückinger cedía toda la autoridad a
Lindenfets.
En los primeros días de viaje el doctor
lo pasó fatal, pues ya había olvidado lo que era sufrir los rigores de viajar y
vivir al aire libre. Tras licenciarse con honores del ejército su vida fue muy
acomodada y lujosa en Viena y tener que volver a dormir en el suelo, pasar frío
o sentir el aguijonazo del viento helado en el rostro le supuso un gran
tormento. Al principio maldecía su destino y solo se quejaba por dentro, pero
poco a poco su cuerpo, joven y fuerte, se fue acostumbrando y de repente el
frio ya no lo era tanto y el paisaje comenzó a ser visto de otro modo.
Cabalgaba aspirando el aire frío y puro que le llenaba los pulmones y le hacía
sentirse vivo, y el olor del pino y de montaña era como un bálsamo para sus
músculos. Incluso hubo momentos que disfrutó del recorrido, olvidándose por
completo de la vida en Viena y sus arteras maquinaciones para seducir damas de
alta alcurnia.
El paisaje era impresionante y de una
belleza tan melancólica como mortal, pues perderse en estos paramos era firmar
la sentencia de muerte. La nieve era omnipresente y todo lo cubría. Extensos y
tupidos bosques de hayas, pinos, abetos y alerces se extendían hasta donde la
vista podía abarcar. En ocasiones el camino a seguir se internaba en estas
forestas y los viajeros debían extremar las precauciones, ya que eran los
lugares idóneos para sufrir emboscadas. Otras marchaban dejando a un lado
profundos y anchos valles cerrados, aún vírgenes al paso del hombre, por donde
cruzaban arroyos o riachuelos de aguas plateadas y extremadamente frías. En
tales parajes habitaban una variada y en ocasiones peligrosa fauna, compuesta
por ciervos, rebecos, jabalíes, feroces osos pardos, zorros, gatos monteses,
linces y las hambrientas manadas de lobos, que en invierno eran el terror de
los campesinos y ganaderos. Sus ríos eran ricos en peces, muy apreciados por su
sabor eran, el salmón y los diferentes
tipos de truchas. Los cielos eran surcados por diferentes tipos de aves, siendo
el águila la reina suprema de tales dominios.
La riqueza y los recursos de la campiña
serbia eran enormes y no era de extrañar que fuera una tierra codiciada tanto
por el Imperio como por los turcos. Con todo, aventurarse en sus oscuros
bosques, altas montañas o cerrados valles era enfrentarse a un terrible frío
que entumecía las carnes y te hacia dormir para no despertar jamás, o tener que
batirse contra las inmisericordes garras de osos o las fauces de los astutos
lobos, eso sin contar con que se podrían encontrar cosas peores.
Cuando llegaba la noche los soldados
buscaban un lugar adecuado no muy alejado del camino donde poder levantar las
tiendas alrededor de los carros y encender varios fuegos, que servirían para
combatir el frio y ahuyentar a las fieras. Flückinger pensó que en estas
ocasiones Servia parecía un país deshabitado, ya que podían pasar jornadas sin
encontrarse a nadie durante el trayecto, pero en realidad eso era así por que
viajaban en pleno invierno, que era cuando menos se desplazaban las personas y
evitando las ciudades y pueblos principales siguiendo las instrucciones
imperiales a no ser que fuera por causa mayor, por accidentes o por falta de
alimentos y agua.
Flückinger se sentó encima de una
piedra que un soldado colocó junto a la fogata entre el teniente coronel
Lindenfets y el doctor Siegele. Enfrente suya estaba Friedrich aspirando un
poco de rapé. Se le notaba ojeroso y algo pálido, y no dejaba de quejarse del
frío que le impedía dormir por la noche. En otra hoguera los conductores del
carro preparaban un guiso de patatas con tocino para cenar y Friedrich suspiró,
renegando de todo y echando de menos las delicadezas que su cocinero personal
le solía preparar en Viena.
—Hum, estimado doctor, no os veo
muy contento —dijo con una sonrisa Lindenfets a Friedrich—. Deberíais agradecer
al emperador la oportunidad de poder viajar y contemplar este hermoso país que
en muchas partes aún no ha sido mancillado por el hombre.
—Ah, coronel, eso lo decís porque
sois joven y fuerte, no un viejo como yo al que los huesos le tienen mártir
—replicó con acritud Friedrich—. No debería estar aquí, tengo cosas más
importantes que hacer en Viena que no pateando caminos que apenas se pueden
distinguir y viajando a un pueblo perdido de la mano de Dios para investigar
absurdos asesinatos.
—La única cosa importante, estimado
doctor —anunció Flückinger al anciano en un tono glacial que no admitía
réplica—, es cumplir la voluntad del emperador. A los demás tampoco nos hace
mucha gracia encontrarnos aquí; bueno, excepto a Lindenfets, claro está. Pero
es nuestro deber hacer cumplir los dictados imperiales y llevar la razón y la
sensatez a Medvedja.
Friedrich no osó contestar, pero lanzó
una furibunda mirada a Flückinger, que este le devolvió cargada de autoridad y
arrogancia. El anciano, que no deseaba enzarzarse con alguien más joven y
además imbuido de autoridad, se limitó a refunfuñar y aspirar otro poquito de
rapé. A Flückinger los estornudos de su colega le sacaban de quicio. En ese
momento se acercó al fuego uno de los conductores con los platos de la cena,
que humeaban y despedían un olor no muy apetitoso.
—Esto es lo que más lamento —rió
Lindenfets mirando con desagrado la espesa salsa donde nadaban varias patatas y
supuestos trozos de tocino—, no tener un cocinero que prepare unos buenos
guisos.
—Entre esto y acostarse con el
estómago vacío, elijo comerlo —sentenció Siegele—; al menos esta caliente.
Flückinger jugó con la cuchara
removiendo el pastoso mejunje, sintiendo nauseas al sentir lo grasiento e
insano que debía ser alimentarse durante mucho tiempo de tales platos, pero era
lo que había y no servía de nada lamentarse, peor eran las gachas de cereales
para desayunar; en fin, se lo comería para no tener que pasar la noche
escuchando a su barriga lamentarse, pero un poco más tarde, cuando el hambre le
hiciera no sentir el mal sabor de la comida.
—Doctor Flückinger —dijo Siegele
mientras comía con fruición las patatas— ¿Queda mucho para llegar a Medvedja?
—Según el soldado que nos guía
apenas tres días.
—Entonces pronto podremos
investigar los crímenes. Llevo días leyendo una y otra vez los informes y he de
reconocer que los encuentro apasionantes. ¿Será verdad que las víctimas fueron
atacadas por espectros bebedores de sangre?
—Doctor Siegele —exclamó
escandalizado Flückinger dejando en el suelo el plato—. No debemos caer en
tales errores. Caballeros inteligentes y educados como nosotros debemos llamar
a las cosas por sus nombres. Esos asesinatos han sido cometidos por hombres a
los que debemos desenmascarar. Eso sin contar con que muchas de las víctimas
bien pudieran haber muerto por enfermedades.
—Cierto, pero los informes de las
autopsias revelan detalles que no se pueden explicar, y los testigos
presenciales hablan de criaturas de las noches. Podemos pensar, estimado
doctor, que quizás haya algo de cierto en ello. Los informes no pueden mentir.
—Esos informes han sido escritos
por médicos del pueblo, doctor —intervino en la conversación Lindenfets—, no lo
olvidemos. Puede que se hayan visto influenciados por el entorno y ver lo que
los vecinos les hicieran querer ver.
—Pero los testigos…
—Los testigos son gente de baja
estofa, analfabetos sin ninguna educación —cortó bruscamente Flückinger a
Siegele—, supersticiosos en extremo y que han crecido con historias sobre
fantasmas y muertos vivientes que se han trasmitido de padres a hijos. ¿Qué se
puede esperar de gente así? Desde luego un testimonio fiable no. El informe
dice que los testigos vieron muertos vivientes, pero eso no significa que sea
cierto, tan solo constatan testimonios, no la verdad. Es nuestra tarea
encontrar la verdad.
En ese instante un aullido lejano y
escalofriante resonó en la noche, semejante al que pudiera lanzar un alma
condenada al encontrarse con su perdición. Los soldados se levantaron e
hicieron amago de tirar de espadas y pistolas, vigilando sombríamente la
oscuridad que les rodeaba. Los conductores se santiguaron y gimieron muertos de
miedos mientras rezaban a toda una retahíla de santos y vírgenes. La fría Luna,
en cuarto menguante, se alzaba en un cielo increíblemente tachonado de
estrellas, dando al conjunto una belleza fría y siniestra.
—Por Dios bendito —preguntó
inquieto Friedrich— ¿Qué ha sido eso?
—Una fiera, quizás un animal que
ha lanzado su grito de muerte al ser cazado, no le demos mayor importancia
—pero Flückinger no pudo evitar sentir como el corazón le latía con más fuerza
y los pelos de la nuca y los brazos se le erizaban por el intenso miedo que por
un momento sintió.
—Hum, no me extraña que los
aldeanos crean en espectros y criaturas del más allá —dijo Lindenfets
acariciándose el bigote—. Estos bosques umbríos y valles profundos invitan a
ello, sobre todo con cosas como estas.
—Ese es el poder que tiene lo
desconocido —aventuró Flückinger volviendo a coger el plato—, que nos hace
creer lo que nuestra calenturienta mente o ignorancia quiere. Como no sabemos qué
es lo que ha producido ese grito, nuestros miedos y pesadillas afloran al
consciente y nos vuelven temerosos y cobardes. Ahora bien, si estuviéramos
presentes en el origen del aullido y comprobáramos que tan solo era un conejo
cazado por un búho, entonces nos reiríamos y olvidaríamos el asunto. Justo lo
que tenemos que hacer, caballeros: olvidar.
—Pudiera ser, pero a mí eso no me
pareció un conejo —sentenció Siegele.
Nadie respondió y continuaron
disfrutando del calor de la hoguera. Flückinger removió el estofado y cogió una
patata con la cuchara, pero no tenía hambre y el guiso no servía para
estimularle el apetito. Con una maldición dejó de lado la cena: prefería pasar
hambre. Esa noche, como en las anteriores desde hacía pocos días, volvieron a
escucharse los aullidos de los lobos en la lejanía, a veces muy distantes y
otras más cercanos, consiguiendo que los nervios de los componentes de la
expedición se crisparan. En el interior de la tienda cerrada que compartía con
Lindenfets, Flückinger escuchaba el sonido melancólico de las bestias y se
apretujaba en las sabanas. No le causaban terror, aunque sí cierta inquietud.
Sabía que gracias a las fogatas y los centinelas armados con fusiles era casi
imposible que los lobos acudieran para atacarlos, pero eso no quitaba que
sintiera un poco de miedo ante la posibilidad de que las fieras les acecharan.
Bufó con desprecio y se apresuró a
dormir, ya que mañana sería otra dura jornada de marcha. El aullido de los
lobos no le quitaría el sueño, ya se había acostumbrado, pero siempre que
cerraba los ojos no podía evitar ponerse a pensar en siniestros ojos rojos que
desde las densas sombras les espiaban con insaciable hambre y sed de sangre.
* * *
La marcha prosiguió nada más amanecer,
y no llevaban ni dos horas de recorrido cuando aconteció un suceso que
perturbaría el hasta entonces tranquilo viaje. Dos soldados cabalgaban a paso
tranquilo por delante y Flückinger y Lindenfets se hallaban enfrascados desde
sus caballos en una agradable conversación sobre la necesidad de volver a los
orígenes más puros del clasicismo greco-romano y renacentista en contra de
otros estilos, que aunque más modernos, en esencia estaban desprovistos de toda
razón y ciencia. Friedrich, como siempre, viajaba en el interior de un carro
bajo un par de mantas, quejándose del frio y de un dolor de riñones que le
impedía ponerse recto.
El sonido seco de una detonación surcó
el frío y prístino aire mañanero del invierno servio y varios pájaros alzaron
el vuelo de las copas nevadas de los arboles. La comitiva se detuvo alarmada y
todos miraron alrededor suyo. Atravesaban en ese momento un pequeño bosque
compuesto en su mayor parte de antiguos pinos y abetos, y era tal el número de
ellos, que no se podía ver más allá de diez o quince pasos de distancia. Uno de
los soldados que iba en cabeza espoleó al caballo y se acerco al doctor
Flückinger con expresión de alarma.
—Eso ha sido un tiro de pistola,
doctor Flückinger —afirmó el soldado con mucha convicción.
— ¿Pero de donde ha venido?
—preguntó Flückinger— El eco nos puede hacer creer que viene delante nuestra
cuando en realidad ha podido ser a nuestras espaldas.
—Incluso puede haberse producido
muy lejos y el viento haber traído la detonación hasta nosotros —apostilló
Lindenfets muy serio—. Hum, esto no me gusta.
—Quizás haya sido un cazador —se
añadió a la conversación Büttner.
—Lo dudo, señor —dijo el
soldado—, nadie caza con pistolas.
—Bandidos entonces, habrá que
andarse con cuidado. Que se envíen exploradores por delante, Lindenfets.
—Acertada decisión, doctor
Flückinger.
— ¡Miren allá! —gritó el soldado
que continuaba en la cabeza de la comitiva. El hombre, erguido en la silla de
montar, señalaba hacia su izquierda, por arriba de las altas copas de los
arboles. Al principio nadie logró distinguir qué era lo que señalaba el
soldado, hasta que recortándose en el cielo gris y plomizo de nubes se pudo
distinguir, no muy lejana, una fina columna de humo negro.
—Sería bueno echar un vistazo a
ver qué es eso —dijo Flückinger.
—No lo aconsejó, doctor, si son
bandidos podemos vernos envueltos en graves problemas. Quizás sea el humo de
una fogata de un campamento —razonó Büttner con sensatas palabras.
—Quizás, pero me niego a
continuar camino dejando a nuestras espaldas una posible amenaza. Sería bueno
echar un vistazo para ver qué ocurre, evaluar la situación y seguir viaje
sabiendo los riesgos que podemos correr. Lindenfets, tome dos soldados y vengan
conmigo, el resto se quedará para proteger los carros.
Lindenfets ordenó a los dos soldados
que habían marchado en cabeza que cogieran los fusiles del carromato y se
unieran a él. Luego, los cuatro juntos, espolearon a los caballos, saliéndose
del camino e internándose entre la densa foresta, con el ruido de los cascos
amortiguados por la espesa capa de nieve. Cuando ya hubieron recorrido un buen
tramo y el humo negro se veía más cerca, Lindenfets recomendó descabalgar y
continuar a pie a fin de no ser descubiertos por posibles centinelas. Ataron a
los animales, comprobaron las armas y anduvieron entre los arbustos y los
gruesos troncos de pinos centenarios.
A medida que se iban acercando a su
objetivo comenzaron a escuchar gemidos de alguien que sufría gran tormento y
groseras carcajadas, además de un olor a carne quemada que les hería las
narices. Apartaron con la mano y con mucho cuidado unos arbustos y descubrieron
un claro donde una banda de diez hombres reían y se daban palmadas en hombros y
espaldas. Se encontraban alrededor de un abeto y del que colgaba de una rama un
hombre por los pies y que tenía maniatadas las manos a la espalda. Era él quien
pronunciaba aquellos gemidos, ahora ya menos, pues justo debajo, casi a la
altura de la cabeza, ardía una hoguera. El cuerpo del desdichado, desnudo, se
encontraba ennegrecido y con la carne llena de ampollas y grietas por donde se
asaba el musculo. Los individuos que gozaban viendo la tortura vestían como
campesinos de la zona, y eran de tez oscura y pelo moreno, todos con espesos
bigotes y aros en las orejas; se hallaban armados con toscas espadas, cuchillos
y alguna que otra pistola al cinto. Eran bandidos, bastardos producto de la
guerra larga y cruel entre el Imperio y los turcos, explicó un soldado. Posiblemente
fueran medio servios, medio turcos, e incluso puede que en sus venas corriera
también sangre gitana.
—Ese infeliz que se quema
lentamente creo que es uno de ellos —siguió hablando el soldado en voz baja—,
pues este tipo de ejecuciones se hace con aquellos que traicionan o roban a sus
propios compañeros. Me extraña que estén tan cerca del camino, pero como en
invierno no suele pasar nadie durante días se deben sentir seguros.
— ¿Qué hacemos? —preguntó
Lindenfets.
—Nos superan en número —reconoció
Flückinger con un susurro, indignado ante la infamia que se desarrollaba ante
sus ojos—, pero no dejan de ser escoria. Es nuestro deber poner fin a tamaño
crimen, ya que somos la
Ley. Cuatro hombres como nosotros, junto con la sorpresa de
nuestro lado, podremos acabar fácilmente con esa chusma. Este es mi plan. Los
soldados se quedan aquí con los fusiles apuntando. Nosotros dos, Lindenfets,
volvemos a por los caballos y nos situamos en aquel punto de allá, hacia la
derecha. Los soldados dan el alto y si no se rinden abrirán fuego. En ese
momento cargamos directos a por ellos junto con los soldados y les
desbaratamos.
—Hum, vamos a ello entonces.
Flückinger y Lindenfets volvieron a
por los caballos y conduciéndolos por la brida les llevaron hasta el punto
acordado, unos pocos pasos a la derecha de los soldados, que ya andaban
apuntando con los fusiles a los bandidos, que no dejaban de reír y mirar el
suplicio de la víctima. Los soldados dieron tiempo a que Flückinger y el
teniente se situaran y montaran con sumo cuidado en los caballos para no
alertar a los criminales y cuanto todo estaba ya a punto, uno de los soldados,
el veterano de pelo cano, gritó con voz alta y clara.
— ¡Alto en nombre del Imperio!
¡Dense presos!
Los bandidos dieron gritos de alarma y
miraron hacia el origen de las voces, pero no sabían exactamente de donde venía
el peligro. Desenvainaron espadas y cuchillos y uno de ellos sacó la pistola y
disparó, pero el tiro zumbó muy alejado de los soldados. Fue entonces el turno
de abrir fuego de los soldados y los fusiles detonaron con fuerza. Dos hombres
cayeron con gritos y heridos de muerte.
— ¡Por el emperador! —gritó
Flückinger espoleando al caballo y con una sonrisa en los labios, ya que a su
mente acudieron los recuerdos de una vida menos complicada en el ejército.
Lindenfets había desenvainado el sable
de caballería, que presagiaba muerte segura, y Flückinger cogió la pistola del
cinto. Los caballos surgieron veloces de la espesura, directos al abeto donde
los bandidos no dejaban de gritar asustados y sumamente confusos. El doctor
apuntó con calma a pesar del movimiento del animal y disparó. El tiro fue
certero e impactó en la cabeza de uno de los malhechores. Lindenfets, con un
grito de guerra, movió el sable y dio un tremendo tajo a un bandido que alzaba
su espada dispuesto a defenderse. El tajo fue brutal y el hombre cayó al suelo
con una brecha en el pecho que casi le partió en dos. El caballo de Flückinger
arrolló a otro bandido y se escucharon el sonido de los huesos al quebrarse
bajo los acerados cascos.
Los dos soldados echaron a correr de
su escondite y se unieron a la lucha, llevando la confusión a los bandidos que
no atinaban a defenderse, como buenos cobardes que en realidad eran. Con las
culatas, los soldados tiraron a golpes al suelo a dos oponentes y el resto de
la banda, ya con las mentes cegadas por el pánico, echaron a correr en todas
direcciones con la esperanza de perderse entre el bosque. Los soldados hicieron
amago de perseguirles, pero Flückinger maniobró con los caballos y les
interceptó.
— ¡No! Dejadlos huir. No tenemos
tiempo para eso y puede que nos lleven a una trampa.
Los soldados obedecieron y retornaron
al abeto, para coger prisioneros a los dos bandidos; cinco cuerpos regaban la
nieve con su sangre cálida. Lindenfets se apeó del caballo, apagó con nieve la
fogata y con la ayuda de un soldado bajó al hombre del árbol. Flückinger le
atendió, pero comprobó, dando gracias a Dios porque el estado del cuerpo era
horrible, que el desdichado ya había fallecido; al menos ya había dejado de
sufrir.
Los dos bandidos fueron atados por los
soldados y gemían pidiendo algo, pero no se les podía entender. El soldado
veterano, de nombre Scheele, dijo que hablaban un dialecto de la zona, pero no
sabía que decían. Lindenfets hizo un terrible descubrimiento al otro lado del
inmenso abeto, en una zanja. Encontró el cuerpo de una mujer asesinada de un
tiro en el pecho. Por el estado de las ropas y el cuerpo era evidente que había
sido ultrajada numerosas veces.
—Y luego a los campesinos les
asustan los fantasmas y las criaturas de la noche —se quejó amargamente
Flückinger—. Los verdaderos monstruos son hombres como estos —y señaló a los
dos bandidos.
— ¿Qué hacemos con ellos, señor?
—preguntó el soldado veterano.
—Que entierren a la mujer y al
desdichado que fue torturado. Luego, dado que somos la Ley por gracia del emperador,
les colgaremos del mismo árbol donde pusieron a su víctima. Los cuerpos los
dejaremos aquí, de pasto para las fieras y las aves carroñeras, como
advertencia a los demás.
Así se hizo y se llevaron a cabo con
diligencia todas las órdenes de Flückinger, retornando después a la comitiva,
donde dieron explicaciones al resto de compañeros. Esa noche no aullaron los lobos.
VAMPIRUS es una novela escrita por Juan Carlos Sánchez Clemares y publicada por Stuka Ediciones. Puedes
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