Un avance de la novela “La caída del Águila”:
Roma. Año 2 antes de Cristo. Pinares del Pincio, villa señorial de la familia Lucio.
La noche anterior, su padre le había comunicado que verían a Augusto. Marcelo no pudo reprimir su alegría y estuvo alborotado lo que quedó del día. Martirizó a su padre con infinidad de preguntas durante la cena; sobre Augusto, su palacio y sobre todo, sobre Roma. Tulio Marcelo Lucio el Viejo, general de las legiones de Roma, sonrió con afectividad y comentó a su hijo, de recién cumplidos catorce años y que pronto alcanzaría la madurez, que las preguntas serían respondidas durante el viaje. Marcelo abrió los ojos y dejó que la imaginación vagara con fantasías acerca de las calles de la Urbe.
No era para menos. Marcelo había visitado la ciudad sólo tres veces en su vida. Y de las dos primeras apenas guardaba recuerdos, pues era muy pequeño cuando ocurrió, y la tercera, fue de noche, metido en una hermética litera escoltado por una fuerte guardia. Su familia residía en una magnifica villa en los pinares del Pincio y el Janícula, los extrarradios de Roma, rodeados de hermosos jardines y bosques, aislados así del bullicio y el populacho que se adueñaban de las calles de la Urbe. En esa zona privilegiada, donde los ricos, los senadores y las grandes familias levantaban sus mansiones, palacios y villas, Marcelo había pasado toda su existencia. Allí podía disfrutar de todas las comodidades romanas: gimnasios, termas, baños públicos y privados, teatros, escuelas, circo y un buen anfiteatro, escuelas —aunque él era educado por tutores griegos—, hermosos paseos, fuentes, estatuas, estanques y cierta relativa tranquilidad y seguridad.
Pero no tanta como desearían los ricos propietarios. Antaño, toda esa zona estaba cerrada a la plebe, pero un edicto del gran Julio Cesar, permitió que todos los parques y jardines de Roma se abrieran al público, sin importar su condición social. Por el día, muchos ciudadanos paseaban o montaban comidas campestres entre los frondosos grupos de árboles, trayendo consigo el bullicio y la algarabía de las concentraciones populares; y los desechos. Augusto impuso leyes severas para quienes ensuciaran los parques y calles, pero los guardas y la milicia urbana no podían vigilar a todos. Por la noche, la fronda se convertía en un lugar muy peligroso, como toda Roma.
Marcelo, a pesar de su juventud, amaba Roma, pero no la conocía, y quizás por eso la amaba. Sus compañeros de juegos vivían cerca, y cuando salía a pasear o a la mansión de algún conocido de la familia, lo hacía rodeado de guardias privados y esclavos. Por eso, cuando su padre le comunicó que verían a Augusto y pasarían el día en la ciudad, al muchacho se le aceleró el corazón ante la idea de vivir en persona, la intensa existencia de la ciudad más grande del mundo.
Le costó mucho poder conciliar el sueño, pero al final, su mente agotada cedió y logró descansar, pero no mucho, pues a la hora prima5, un esclavo entró en su habitación para despertarle. A los romanos no les gustaba la luz artificial, así que procuraban levantarse muy temprano para aprovechar al máximo la luz diurna. No obstante, Marcelo no había descansado bien y fue necesario que el esclavo insistiera un par de veces. Como la familia Lucia era adinerada, poseían su propio baño y aseo dentro de la casa, al contrario que la gran mayoría del resto de los ciudadanos, que debían ir a los baños públicos si querían comenzar la jornada aseados.
El muchacho no se demoró demasiado, apenas se mojó la cara y las manos en la jofaina de bronce con motivos egipcios. Ya habría tiempo más delante de tomar un buen baño. Además, su padre había prometido visitar unos baños con terma al mediodía. Se puso una túnica nueva color marfil que le llegaba hasta las rodillas y se la ciñó en la cintura con un ancho cinturón de piel y hebilla de bronce. Salió deprisa de sus estancias y corrió por la casa hasta llegar al patio principal. A pesar de que todavía era de noche —faltaba muy poco para que amaneciera—, un ejército de esclavos a la luz de velas y farolillos, iniciaban sus rutinarias tareas de limpieza y aseo con auténtico frenesí, pasando trapos, plumeros y escobas por todos los rincones. Los jardineros atendían las plantas y árboles, que ya empezaban a perder sus hojas y unos niños limpiaban las fuentes y estanques de insectos y desechos, a la vez que echaban de comer a los peces y pájaros exóticos que la madre de Marcelo, gran aficionada a estos, coleccionaba en gran número en jaulas que simulaban entornos naturales. Los días en la villa de Marcelo comenzaban siempre con alegres trinos y estridentes graznidos.
El chico entró a una de las dependencias principales y vio a su padre sentado en un tosco taburete de madera con un paño encima del cuerpo. El tonsor6 le mojaba la cara con agua para rasurarle. Debía tener prisa, porque su padre no estaba reclinado tranquilo como solía tener por costumbre, sino que con un gesto de la mano, urgía al tonsor para que terminara cuanto antes. Su madre aún debía estar en sus habitaciones arreglándose el pelo y colocándose el vestido.
—Ah, hijo mío —saludó el general a su hijo con una sonrisa—. Espero que hayas pasado una buena noche.
— ¡Estaba deseando que amaneciera! —fue la entusiasta respuesta de Marcelo.
— ¡Ja, ja, ja! Creo que no has dormido.
—Perdona, general —dijo con solemnidad el tonsor—, pero si no te estás quieto y dejas de hablar, no me hago responsable de lo que pueda suceder durante el afeitado.
—Sí, sí… —replicó Tulio Marcelo el Viejo a regañadientes, pero se mantuvo quieto y en silencio.
Marcelo observó fascinado como el tonsor pasaba con rapidez la cuchilla por el rostro de su padre. Era un ritual muy importante para los romanos el afeitado, y decía mucho de un hombre su aseo en ese aspecto. Tan importante era, que muchos romanos se afeitaban hasta dos y tres veces por día. El tonsor del general, un esclavo hispano de mediana edad y piel muy bronceada, movía con habilidad la mano y no produjo ningún corte a su amo. Pero por regla general, no ocurría así con el resto de los tonsores. El del general era un profesional avezado, con herramientas de cobre bien cuidadas, mientras que la gran mayoría eran ineptos que con burdas cuchillas o navajas de hierro, provocaban autenticas carnicerías a sus sufridos clientes. Había un dicho romano que decía, que si deseabas la muerte de un rival sin que se sospechara de uno, le invitaras a un rasurado en la vía pública y así todo solucionado. Los buenos tonsores y peluqueros valían su peso en oro, y eran muy solicitados por los romanos de alto poder adquisitivo.
—Bueno, hijo, vamos al atrio a recibir a los invitados —comentó el general cuando el esclavo terminó su tarea. Con un gesto de cabeza, rechazó la loción que el tonsor le ofrecía.
— ¿Es necesario, padre? Hoy es un día especial.
—Siempre es necesario. Es nuestro deber y obligación atender a quienes dependen de nosotros. Da igual que hoy sea un día especial o no. Atiende tus deberes, cumple tus obligaciones, y después podrás dedicarte a tus quehaceres sin ningún cargo de conciencia. Eres un Lucio y eso lleva consigo una gran responsabilidad. Recuérdalo siempre.
—Lo haré, padre.
Marcelo siguió a su padre al atrio, pero antes, pasaron delante de un esclavo que sostenía una bandeja de plata con dos vasos de agua. Padre e hijo bebieron y ese fue todo el desayuno, no distinto al de cualquier otra mañana.
El atrio, iluminado por unos faroles, ya se encontraba abierto y los primeros invitados hicieron acto de aparición. El general se movió entre la docena de personas y les saludó de manera cortes con la cabeza. Atendió personalmente las peticiones de todos. Éste era otro ritual tan importante como el afeitado. Cada mañana, muchas veces incluso antes de que se levantara el Sol, los romanos acudían a solicitar audiencia a sus benefactores o superiores, en busca de ayuda, consejo o negocios. Como la familia de Marcelo era rica e influyente, y el general un hombre de poder, cada mañana había una procesión de invitados en la puerta principal de la villa.
Muchos eran simples trabajadores a las órdenes del general, que pasaban por malos momentos económicos, pero también había poetas, escultores o actores que buscaban un favor o unas pocas monedas con las que salir adelante, comerciantes que venían a cobrar o pagar sus deudas o proponer nuevos negocios, otros buscaban el apoyo del dueño de la casa para sus proyectos personales económicos o políticos, para interceder por un hijo o cuñado que se quería enrolar en el ejercito y un sinfín de peticiones más. A su vez, Tulio Marcelo el Viejo también se veía obligado a participar en este ritual7, porque a excepción del emperador, nadie se libraba de él. Pero en el caso del general, había pocos a los que se viera obligado a visitar por cuestión de negocios o por cortesía.
A eso de la hora tertia8, Tulio Marcelo el Viejo terminó de atender a sus invitados, excepto a uno, su gran amigo el senador Décimo Vitelio Craso, que esperó con paciencia su recepción, pues fue el último en ser atendido. Pero eso sólo demostraba la importancia que se le daba, pues era señal de que los dos hombres querían conversar sin que nadie les interrumpiera. Con exquisita cortesía, a sabiendas que el general tenía que marcharse para verse con Augusto, Vitelio Craso accedió a desplazarse hasta la villa de Marcelo el Viejo de buena gana.
—Mi hijo. Cayo Tulio Marcelo Lucio —presentó con orgullo el general a su amigo—. Ya es todo un hombre.
—Sí —señaló el senador poniendo una mano velluda en el hombro del muchacho. Vitelio Craso era un hombre de más de sesenta años, con mucha vitalidad, de espesas cejas y pelo de color gris ceniciento. Ya estaba entrado en peso, pero en su juventud se decía que había sido un gran soldado y un excelente jinete. Poseía un rostro afable, pero se podía trocar en menos de un parpadeo en una dura máscara de hierro—. Dentro de poco, hará su primera visita al tonsor —dijo el senador sobre Marcelo.
—Ah, el momento9 que todo padre desea. Pero todavía queda un poco. Hablemos, amigo mío.
El general tomó del brazo a Vitelio Craso y le llevó a un lugar aparte. Un esclavo trajo más agua y un poco de queso y aceitunas, pero sólo probaron el agua. El verdadero momento de la comida para un romano era en la noche. Hasta entonces, ocasionales y frugales comidas aquí y allá durante el día. Marcelo observó con curiosidad a su padre debatir muy serio con el senador. Se preguntó de que estarían hablando, pero ya se enteraría si su padre quería que lo hiciera. Los esclavos iban y venían dedicados a sus tareas y preparando la escolta del general y su hijo. Una litera portátil cubierta con capacidad para dos personas junto con seis porteadores de robusta complexión, esperaba en la puerta. También un par de esclavos que portaban un equipaje consistente en ropa limpia, la armadura del general y algunas cosas más, y finalmente, ocho guardias armados con espadas y lanzas. Quizás pudiera parecer exagerado, pero las calles de Roma podía ser muy peligrosas, sobre todo por la noche, y, al fin y al cabo, Marcelo el Viejo era un general. Podría ser incluso escoltado por la propia guardia del emperador si lo deseaba.
La madre de Marcelo apareció en el atrio, radiante y hermosa, con su figura —todavía plena y fresca a pesar de haber tenido hace poco a su segundo vástago, una niña—, realzada con un vestido de tela verde pálido ceñido con cordones de oro. En su pelo negro de reflejos azulados, levantado hacía arriba en un intrincado peinado, brillaban a la luz del Sol, pues ya hacía rato que había amanecido, diademas de piedras brillantes y joyas hábilmente colocadas. El muchacho se acercó con una sonrisa a su madre y Lépida dio un beso en la frente a su primogénito. Junto a la esposa del general, venía una chica linda de no más de diez o doce años, pequeña, morena y con unos ojos grandes, oscuros, inquietos y profundos como sólo las niñas que se van a convertir en mujeres, pueden poseer. Esbozó una tímida sonrisa y Marcelo no supo que hacer y se ruborizó.
—Mi preciosa Julia —ahora quien habló con orgullo en mención a la niña fue el senador, que se había acercado a saludar a Lépida—. Tan bella como siempre, mi querida Lépida. Tu nueva hija crece sana y fuerte, eso me han dicho. Si los dioses lo desean, la Loba tendrá quien perpetue su estirpe.
—Eso espero y ruego a los dioses —contestó Lépida con solemnidad muy metida en su papel de dueña del hogar—. Honras esta casa con tu presencia, senador, y mi familia te lo agradece.
—Y yo agradezco vuestra hospitalidad —tras las habituales, pero sinceras, cortesías, Vitelio Craso tomó a la muchacha de los hombros y la acercó a Marcelo.
—Hacen buena pareja, gracias sean dadas a mis antepasados —comentó Marcelo el Viejo a su mujer. Lépida levantó una ceja dando su conformidad.
—Haré un sacrificio a Júpiter —señaló Vitelio Craso—, para que los augurios sean favorables y los dioses den su bendición a esta unión.
—Nuestras casas se unirán y se harán más fuertes y nobles —el general dio un empujoncito a su hijo hacía la chica con cierta malicia. La niña rió con alegría.
Pero a Marcelo no le gustaba la situación, y mucho menos la conversación, pero se temió que no podía hacer nada al respecto. Intuía que era lo que se esperaba de él —aunque no lo supiera a ciencia cierta—, y se resignó a soportar lo que pudiera venir —que sin duda sería terrible— con estoicismo romano. Al sentir las miradas de todos en su persona, volvió a ruborizarse. La chica rió de nuevo. Por fortuna, su madre terminó con la horrible situación.
—Senador, te quedaras a pasar el día en mi casa —la mujer tomó con delicadeza por el antebrazo a Vitelio Craso—. Tengo una esclava nubia, una muchachita, que hace delicias con la lira. Y quiero también que pruebes las nuevas recetas de mis cocineros.
El senador protestó un poco al principio, sus deberes y todas esas cosas, pero en realidad, eran todo formulismos. Podía permitirse apartarse de sus obligaciones por un día y ante la mención de la tarta de carne rellena con lenguas de colibrí en leche, toda reticencia que tuviera desapareció al momento. Lépida y su invitado salieron del atrio y la muchacha fue tras ellos, pero antes, se volvió y miró a Marcelo con sus ojos oscuros. Ella sí sabía lo que se esperaba de los dos en el futuro. Marcelo tragó saliva como cuando vio por primera vez a un auriga caer delante de las ruedas de los carros rivales.
El general dio un suave coscorrón a su hijo en la cabeza y le guiñó un ojo con picardía.
—Será mejor que partamos cuanto antes. Va a ser una jornada muy larga, agotadora y llena de experiencias.
— ¿Veremos hoy a Augusto, padre?
—No. Llegaremos al Palatino, pero nos alojaremos para pasar la noche en una de las varias casas de mi amigo Vitelio Craso. Mañana tenemos la audiencia.
— ¿Es que no llegaremos hoy a palacio?
—Ja, ja, ja. No, hoy no.
Marcelo, mientras caminaba al lado de su padre hasta la comitiva, meditó sobre lo grande que era la Urbe. Edificada sobre siete colinas, ordenada por mandato de Augusto en catorce barrios y constantemente dividida por el fluir caprichoso del Tíber, Roma era una ciudad enorme, monstruosa, llena de múltiples callejas, sombrías y angostas, e intrincados laberintos. La única manera que había de desplazarse era a pie para los pobres y en litera para los ricos. Durante el día estaba prohibido el tránsito de carros y bestias10, dado que las calles eran estrechas y se creaban monumentales atascos con un verdadero peligro para los transeúntes. Sólo estaban exentos de esta normativa los carros de demolición y construcción de edificios, ceremonias religiosas y cuando había un desfile militar. Las noches romanas, cuando ya podía circular el transporte, era un caos ensordecedor.
Con este panorama, la mayoría de los romanos, sobre todo los de condición humilde, se veían apocados a vivir dentro de los límites establecidos de su barrio que rara vez abandonaban, dándose numerosos casos de personas que no sabían que había más allá de su distrito; ni les importaba. E incluso los pudientes, no se aventuraban sin fuertes escoltas a transitar de un lado a otro de la ciudad. Y es que para todos existía una advertencia muy seria. Si la noche pillaba lejos de casa y en plena calle, sólo los dioses te podían ayudar, pues el apuro era serio y grave.
Uno de los porteadores apartó la cortina de la litera para que subieran sus amos, pero el general negó con la cabeza e indicó a su hijo.
—Siempre que podamos, marcharemos a pie. Servirá para fortalecer tus piernas y tu carácter.
—Claro, padre.
—Marcelo —el rostro del general se tornó serio. La comitiva se puso en marcha y dejaron la villa sin más ceremonias—. El día de mañana tendrás hombres a tu mando y ellos verán en ti el modelo a seguir. Deberás soportar todo lo que ellos soporten, aguantar lo que aguanten e incluso más. Es nuestro deber y obligación. Podríamos viajar en la litera, cómodos, pero alejados de la vida. A pie será más duro, pero estaremos más cerca de ellos y de su respeto. Respeto, esa es la clave para la obediencia. Respeto.
—Sí, padre.
Marcelo miró a su padre con orgullo. Marcelo el Viejo era un soldado extraordinario, respetado por sus hombres y amado de Roma. A su pelo castaño empezaban a aflorar numerosas canas, y sus manos nervudas y callosas mostraban los indicios de una vida dura llena de penalidades. Pero su cuerpo recio, de cincuenta y dos años, todavía se mostraba fibroso y musculoso, aunque lleno de cicatrices, recuerdos de múltiples batallas tanto en los frentes orientales como occidentales, y era capaz de aguantar esfuerzos físicos que harían sonrojar de fatiga a muchos oficiales más jóvenes que él.
El muchacho sabía que su padre esperaba de él que continuara con la tradición familiar, que era ni más ni menos que la carrera militar en su estado más puro. Marcelo no lo dudaba siquiera, sería un general tan admirado y lleno de triunfos como su padre y esperaba, algún día, ser tan sensato, honorable y experimentado como el hombre que marchaba a su lado. Realmente se sentía orgulloso de pertenecer a una familia de tan noble linaje, que además, gozaba de los favores de Augusto en persona. Marcelo el Viejo había luchado al lado del emperador durante toda la guerra civil que supuso el fin de la República y la muerte del gran Marco Antonio, allá en las lejanas tierras de Egipto. Marcelo no olvidaba que su padre, aun cuando era muy joven, conoció en persona a Julio Cesar. Todo esto engrandecía aún más la figura del general.
Augusto, tras adueñarse del imperio y convertirse en único regente, condecoró y premió a Marcelo el Viejo, que continuó sirviendo hasta la actualidad, con absoluta fidelidad tanto al emperador como a Roma, sin pedir nada a cambio excepto el honor de poder seguir llevando las Águilas a los confines más remotos del mundo. Lépida le había comentado a su hijo, que su padre sería destinado a Germania, para someter a las tribus rebeldes e intentar anexionar nuevos territorios para pacificar tan conflictiva frontera. La visita a Augusto sería seguramente para dar curso oficial al destino del general. El emperador era un hombre amante del orden y el trámite burocrático, pero también de la familia. Vería con muy buenos ojos que el hijo acudiera al lado del padre para recibir las órdenes. Quien sabía si en el futuro este gesto no significaría una promoción o un buen destino para el muchacho.
A Marcelo no le importaban los gestos del futuro. Sólo sabía que su padre quería que estuviera a su lado, pasearía por Roma y conocería al emperador en persona. ¿Qué más podía pedir un muchacho a su edad? Seguir los pasos de su padre, pensó Marcelo con pasión, defender Roma de sus enemigos y comandar legiones. Sí, algún día…
El general avanzaba con pasos ágiles y Marcelo le seguía a duras penas, pero en unos momentos, logró acoplarse al ritmo de su padre y comenzó a gozar de la caminata. El día era esplendido. El Sol se levantaba en un cielo con pocas nubes y la temperatura no era excesivamente fría. Marcelo el Viejo iba ataviado con una túnica de inmaculado blanco que le llegaba un poco más arriba de las rodillas, un cinturón del mismo color y botas altas de complicados cordeles, abiertas como si fueran sandalias para airear los pies, a juego con la media capa, que era de un suave color crema. En el pecho tenía bordado, con hilos dorados, a los gemelos Castor y Pólux montando en alados corceles. La capa también tenía en los lados adornos de líneas y figuras geométricas, como cuadrados y círculos, bordados con el mismo hilo. Presentaba un magnífico aspecto, radiante, poderoso.
Muchos de los transeúntes, que iban y venían en sus quehaceres, o de buena mañana ya estaban ociosos, se apartaban con respeto ante la comitiva y saludaban al paso del general. El rostro y nombre de Marcelo el Viejo era conocido en Roma, lo que acrecentaba aún más el orgullo que Marcelo sentía hacía su padre. No obstante, parecía que había menos gente de lo normal en los pinares.
—Es que hoy empiezan las fiestas de la victoria de Augusto11 —explicó el general ante el comentario de Marcelo—. Muchos han ido al Campo de Marte y al templo de Júpiter Capitolino para observar las ceremonias religiosas. Se harán sacrificios, se beberá y se irá a las carreras y los juegos.
Marcelo pensó que habían tenido mucha suerte. Al ser un día festivo, las calles estarían más animadas y contemplarían desfiles de sacerdotes, actuaciones y mercadillos. Sí, había sido una suerte, pero en realidad no tanta, porque en Roma casi todos los días era fiesta. Pronto dejaron atrás los pinares con sus magnificas villas y palacios, de amplios espacios y caminos pavimentados. Enseguida se toparon con las primeras aglomeraciones de casas, estrechas calles de suelo de tierra y las inevitables masas de ciudadanos que las atestaban.
Desde donde vivía, Marcelo podía atisbar en la distancia, sobresaliendo por encima de las copas de los árboles, los imponentes bloques de viviendas, los altísimos techos abovedados de los templos, los edificios públicos y los acueductos, pero una cosa era verlo en la distancia y otra, estar al pie de la construcción misma. Las insulae12 se elevaban hasta alturas inconcebibles, con cuatro, cinco, seis y hasta a veces, diez y quince plantas, en los lugares más insospechados y aprovechando al máximo el espacio disponible, que no era mucho. En ocasiones estaban tan juntas unas de otras, que un vecino si estiraba la mano, podía tocar el edificio de enfrente de la calle. Las paredes solían estar pintadas con llamativos colores y adornos de todo tipo: figuras mitológicas, animales, espirales o líneas geométricas, frutos, motivos florales, deportivos, todo lo que la imaginación pudiera concebir. Y si había algo por lo que un romano sintiera especial predilección, era por los balcones. Todas las fachadas, desde el primer piso hasta el último, solían presentar balcones de madera de diferentes tamaños, estilos y colores. Muchos de ellos estaban primorosamente adornados con auténticas selvas de flores y plantas, aunque ya no era la época y la mayoría se notaba que empezaban a decaer, pero aún así y todo, era un regalo para la vista.
Los romanos vivían apilados en las insulae, pues todo lo bonitas y agradables que podían parecer por fuera, eran todo lo contrario por dentro. El general le explicó a su hijo, que las condiciones de vida en una de esas monstruosidades eran muy duras. Sin agua, sin aseos, sin espacio y mal ventiladas. Muchos propietarios de bloques alquilaban las viviendas a precios desorbitados, y los romanos se veían obligados a alquilar a su vez el exiguo espacio a más personas para poder sufragar los gastos. El resto era fácil de imaginar; suciedad acumulada, ratas, piojos, la más absoluta promiscuidad, chinches, olores, contagios… Y cuanto más alta la ínsula, peor serían las condiciones y mayores las dificultades.
En un principio, Marcelo no supo comprender a que se refería su padre, pero vio en un lado de la calle a una pareja de ancianos de ropas sucias y remendadas, andar apoyados el uno en el otro y se los imaginó subiendo por las empinadas escaleras hasta lo más alto de esos gigantes. No tardó en pensar en personas cargadas, mujeres embarazadas, niños hambrientos, veteranos mutilados y comenzó a darse cuenta de que Roma, su amada Roma, tenía dos caras. Pero todavía era demasiado joven para que este tipo de cosas le afectara demasiado o que se pusiera a pensar mucho en ello.
Su atención se vio distraída cuando uno de los esclavos puso encima de su cabeza y de la del general, unos parasoles con velocidad pasmosa. Marcelo se preguntó que pasaba, pero supo la respuesta cuando un líquido apestoso de color marrón oscuro se estrelló contra su sombrilla. Alguien, un vecino, probablemente desde la impunidad de las alturas, había vaciado el balde de hacer sus necesidades. Estaba absolutamente prohibido hacer eso —y mucho menos a plena luz del día—, pero la premura muchas veces apretaba y no se podía estar a tiempo en un aseo público. Aunque el maldito podía haberlo vaciado en la noche.
Pero si las insulae y los edificios públicos despertaban la admiración de Marcelo, la muchedumbre no conseguía menos efecto. Estuvieran donde estuvieran, siempre había gente; en las calles, asomados en balcones y ventanas, en los parques, haciendo cola en las fuentes o tabernas, en las tiendas, yendo y viniendo, ingentes multitudes que no hacían sino aumentar a medida que la comitiva se adentraba más y más por las arterias principales de la Urbe. Su padre le dijo que el ciudadano romano hacía su vida en la calle, estando en casa solamente para dormir. Sólo los ricos podían permitirse hacer vida casera, porque lo tenían todo al alcance de la mano.
— ¿Entiendes lo que te he contado?
—Sí, padre.
Vagamente lo entendía, pero Marcelo gustaba de pensar intensamente en todo lo que le decía su padre, un hombre de verdadero carácter romano. Mucho más tarde, comprendería lo que el general quería decir, que era ni más ni menos, que ellos pertenecían a la élite de una sociedad que dominaba el mundo conocido. Eran privilegiados, por su posición, poder y riquezas, pero eso sólo implicaba que tenían responsabilidades aún mayores hacía Roma y sus ciudadanos. Sus sacrificios debían ser mayores y su lealtad, inquebrantable.
—Cuando en el futuro estés en combate, con la fría lluvia empapando tus huesos, con las heridas abiertas o el estómago vacío —hablaba Marcelo el Viejo a su hijo con la mente viajando entre sus recuerdo—, cuando pienses que eres el ser más desgraciado bajo la mirada de los dioses, entonces piensa en Roma, en sus calles, en sus ciudadanos y en sus miserables existencias. Piensa en todo eso. Cuando conduzcas a las legiones por desiertos y bosques, piensa que junto a las Águilas, viajan también el emperador y toda Roma. Se digno de tan gran honor.
A Marcelo las palabras de su padre siempre le impresionaban. Le veía poco, casi siempre estaba en campaña, pero cuando volvía a su hogar para descansar unos meses, no se despegaba de su lado. Era un hombre extraordinario, grave, prudente, romano. El muchacho veía en su padre un modelo a imitar y esperaba que cuando llegara a su edad, lo hiciera con el mismo honor y la misma gloria.
El paseo, más bien marcha, se veía dificultada por la gente, pero sobre todo por los intrincados laberintos que eran los barrios de Roma. Como nunca había existido un plan urbanístico preconcebido, sino que se edificaba donde se podía y según las circunstancias, el resultado era un absoluto caos. Algunas calles eran tan estrechas, que ni siquiera la litera podía entrar. Entonces tenían que buscar otras rutas alternativas que les hacían perder tiempo. Seguían un camino y terminaba de repente en una ínsula que semanas antes no estaba allí. Cuestas empinadas que les hacía resollar por el esfuerzo o callejuelas de sinuoso trazado, que desconcertaban hasta al guía más experimentado. En algunas zonas, el Sol apenas podía alumbrar debido a las imponentes moles de los edificios e innumerables toldos; en otras, los espacios abiertos se veían invadidos por los puestos de los comerciantes y la plebe de tal manera, que era imposible averiguar de que color era la tierra del suelo.
Se pararon a contemplar los majestuosos templos, los elevados acueductos, las termas, los cientos de fuentes que había en toda la Urbe; pequeñas con cabezas de gorgonas, simples tubos, gigantescas con grandes figuras de dioses y héroes y múltiples surtidores de agua, que provocaban un constante y alegre sonido cantarín, a la vez que refrescaban y surtían a una muy numerosa población, a los baños y los lagos artificiales de parques y jardines imperiales. A Roma se la conocía como la ciudad del agua.
En un momento dado, el general se paró y ordenó detenerse a la escolta. Sentía necesidad de orinar y a decir verdad, su hijo también. Marcelo agradeció la parada, porque estaba llegando al límite de sus fuerzas y el Sol ya hacía rato que se había convertido en una molestia. Sentía las piernas débiles, agotadas de la marcha, pero jamás se le hubiera ocurrido pedirle a su padre un descanso o que le dejara montar en la litera. ¿Por qué la habían traído si no iban a utilizarla? Bueno, mejor no preocuparse por ello y aprovechar la pausa para respirar hondo y relajar el extenuado cuerpo. Marcelo el Viejo ni siquiera sudaba. Los porteadores permanecían quietos, como estatuas, sosteniendo en alto la litera y a salvo de los curiosos, que se acercaban para ver quien viajaba en ella y si podían obtener algún favor de su ocupante.
El general lanzó una exclamación al descubrir lo que estaba buscando. Cogió a su hijo de un hombro y le conminó para que le siguiera. Anduvieron unos pasos y se introdujeron en un oscuro portal y casi se sintió desfallecer por el intenso olor. Una mujer gruesa de piel muy morena, con manchas y profundas arrugas, trajo un balde y el general alivió la vejiga. Ordenó a su hijo que siguiera su ejemplo. Ante la mirada perpleja del muchacho, el general rió y se tocó la blanquísima túnica.
— ¿Con qué crees que obtenemos esta blancura?
Marcelo abrió los ojos de sorpresa. ¡Nunca lo hubiera sospechado! Utilizar la orina como blanqueador. ¿Y cómo lo hacían? El general puso cara de desagrado y compresión a la vez, y llevó a su hijo a un amplio ventanal para que se asomara y viera por sus ojos cual era el sistema. Aquí el tufo era aún peor, y enormes vaharadas de humo salían hacía el cielo en ardientes oleadas. Marcelo miró y descubrió dos pilones cuadrados de piedra, llenos de un apestoso líquido negro y de espuma amarillenta y pustulenta. La misma mujer gruesa apareció en escena y vació el balde en uno de los pilares, donde cuatro personas, tres hombres y una mujer, vestidos tan sólo con taparrabos, movían unas escuálidas piernas arriba y abajo para remover las túnicas y trapos y quitarles la suciedad. Los pobres diablos tenían un aspecto miserable, con los cabellos negros y pegajosos por la roña, el cuerpo cubierto por costras de porquería y sudor, los brazos abatidos y las espaldas encorvadas. Pero sus ojos era lo que más llamaba la atención. En ellos no había alegría, ni esperanza, ni ganas de vivir, sólo resignación y apatía.
—Ya es suficiente —dijo el general apartando a Marcelo del ventanal—. No sólo las legiones, los generales o los senadores hacen funcionar a Roma, hijo mío. También los desgraciados, la carroña más inmunda tiene su cometido a cumplir.
— ¿Es qué son delincuentes?
—No. Tan sólo miserables sin fortuna, pero alguien tiene que realizar ese trabajo.
—Me dan lástima.
—No se la tengas. Unos viven en la gloria y otros en la miseria. Así ha sido y será siempre. Eso no lo puedes cambiar. Tu compasión no sirve de nada. Lo que tienes que hacer es que su sacrificio, y el de muchos como ellos, no hayan sido en vano. Eso vale más que tu compasión.
—Comprendo, padre.
Emprendieron de nuevo la marcha. A medida que iba transcurriendo la mañana y se acercaba el mediodía, las calles se llenaban aún más de ciudadanos, que paseaban hasta las tabernas y puestos de comida ambulantes para tomar algo rápido y frugal. Como se iban acercando al centro, la muchedumbre se tornaba más variopinta y chillona. El griterío a veces era ensordecedor y caótico. Los vendedores pregonaban a toda voz sus mercancías: telas de Oriente, perfume e inciensos de todo tipo, fruta, pescado seco o presumiblemente fresco, ollas, cuchillos, canastas, jarras, anzuelos de hueso de Germania, peines de marfil de Numidia, ánforas de aceite de Hispania, brazales de oro de las Galias, vino de Pompeya, papiros de Egipto, aceitunas de Sicilia, betún de Judea y mil artículos más. A pesar de que existían ferias y recintos especiales para ello, muchos mercaderes vendían en plena vía pública palomas, gansos, pájaros, hurones, patos e incluso unos pequeños monos de ágiles manos que hacían las delicias de la chiquillería con sus ocurrencias.
Al ruido de los comerciantes y sus mercancías con vida, se sumaba también el de los profesores y sus alumnos que recitaban a todo pulmón las lecciones13, los cánticos que procedían de las tabernas y tugurios, los artesanos que ofrecían sus servicios como zapateros, caldereros, sastres, afiladores, poceros, carpinteros, albañiles, pintores, yeseros y toda suerte de oficios. Había tipos grandes, fuertes, con narices chatas y cicatrices que se ofrecían como guardaespaldas o “solucionadores de problemas”; poetas de aspecto famélico que intentaban vender sus obras o sus favores; magos que con sutileza —pues sus artes estaban prohibidas—, se acercaban y susurraban al oído sus milagrosas recetas para enaltecer el miembro viril del impotente o tener el amor de una linda muchacha; juristas y abogados, que con túnicas gastadas llenas de costurones y con supuestos papeles que demostraban sus casos ganados y virtudes, se ofrecían para solucionar cualquier problema con la Justicia o Administración; astrólogos que ofertaban cartas astrales y amuletos al por mayor; tonsores que alardeaban de su pulso mientras su último cliente corría en busca de una venda con que contener la hemorragia; mendigos, con espantosas llagas y mutilaciones —a veces falsas, a veces verdaderas y otras, provocadas por ellos mismos—, que decían haber sufrido en la Legión y pedían con voces lastimosas algún dinero con que seguir viviendo.
A todo este ejército de vividores, truhanes, miserables, pícaros y tipos con mala estrella, se unían los pillos que andaban entre la plebe en busca de la fortuna ajena. Hábiles ladronzuelos, muchos de ellos niños, que con manos rápidas buscaban cualquier objeto de valor o bolsa de dinero que pudiera portar el despistado, el incauto o el forastero. En unas calles atestadas, donde a veces para avanzar tenías que ir a empujones y codazos entre la asfixiante masa, estos rapaces obtenían pingües beneficios si eran buenos y no se dejaban coger. Más, ¡ay!, del desafortunado que era atrapado. Marcelo fue testigo de lo que ocurría cuando eso pasaba. Un par de legionarios, obviamente fuera de servicio, que tomaban vino bajo el toldo de una bodega, sorprendieron a un joven, de más o menos la misma edad de Marcelo, echando mano del zurrón de uno de ellos.
El muchacho no pudo huir debido a la multitud que abarrotaba el lugar y fue enganchado con brutalidad por el cuello por uno de los legionarios, un tipo enorme al que le faltaba una oreja.
—Veteranos —comentó el general a Marcelo, aunque más para si mismo que para su hijo.
Lo que siguió a continuación, fueron los insultos de los soldados y las súplicas del joven entre las groseras risotadas de los testigos. Pero el legionario no se iba a contentar con excusas y comenzó a golpear salvajemente al ladrón hasta tirarlo al suelo, donde le pateó de manera brutal en medio de los aplausos de todos. Marcelo no pudo ver más, ya que no se detuvieron y continuaron la marcha. Miró a su padre, pero este se encogió de hombros y le dijo:
—Nadie acudirá en su ayuda. Está perdido. Es el precio a pagar. Los legionarios seguramente habrían cobrado sus pagas y el ladrón se arriesgó a pesar del peligro, pero le salió mal. Robar es tentador, porque puedes obtener mucho beneficio con poco esfuerzo. Pero si te cogen, también puedes perder mucho. Ese chico lo sabía cuando estiró la mano.
En un momento dado del trayecto, tuvieron que echarse a un lado para dejar pasar a una procesión religiosa, que avanzaba a paso lento, con un coro de chicos jóvenes entonando cánticos a Júpiter y los dioses protectores de Roma y niñas con guirnaldas de flores arrojando pétalos por doquier. Detrás venían sacerdotes de rostros serios y ajados, largas barbas blancas y relucientes calvas, vestidos con largas túnicas blancas que arrastraban por el suelo. La muchedumbre callaba a su paso, pero en cuanto se alejaban unos pasos, volvían a sus vociferantes quehaceres. Y es que en medio de tan mundanal ruido, la única forma de comunicarse era a gritos.
También vieron saltimbanquis y malabaristas, actores subidos a ondulantes plataformas de madera representando en forma de comedia, los chismes del momento, tragafuegos que se prendían llamas en los brazos y sonreían entre el estupor general, y marionetas de graciosas formas, pero también de obscenas proporciones corporales, que ejecutaban imposibles fornicaciones. El espectáculo era asombroso para la insaciable mente de Marcelo, que deseaba ver más cosas nuevas a cada paso que daba. Las calles de Roma le hacían sentirse pequeño, insignificante, y a veces, le hacían sentirse mal por su crueldad o perfidia, pero estaban vivas, siempre en movimiento y llenas de una increíble energía que podía sentir a través de la piel hasta el corazón. La Urbe podía ser sucia, pero brillante; pobre, pero opulenta; soez, pero magnifica; mortal, pero plena; lujuriosa, pero cargada de virtud. Podía ser un callejón sin salida o la ciudad de las mil oportunidades, pues de ella partían todos los caminos del Imperio y a ella acudían todos a rendirle culto y si era necesario, la vida. Marcelo empezó a comprender a Roma, y por eso, empezó a temerla, pero la amaba aún más que antes.
Se cruzaron con otras literas, sencillas algunas y otras opulentas, llenas de encajes y filigranas, donde distinguidas damas o serenos hombres de importancia eran transportados por sudorosos esclavos de todas las nacionalidades. Algunos cortejos se limitaban a dos, cuatro u ocho porteadores; otros, en cambio, eran auténticos desfiles de criados, portadores de enormes abanicos de plumas de avestruz y sombrillas, guardaespaldas o guardias. El general le explicó a su hijo, que por lo general, cuanta más suntuosa fuera una comitiva, más impresionante la litera y mayor número de esclavos, más vanidoso y menos honorable era el amo de todo aquello.
—Un verdadero romano —explicaba Marcelo el Viejo—, un senador, un patricio, un hombre de Estado, que lleva servir a Roma en la sangre, no necesita desfilar por la calle para demostrar a todos lo rico que es.
— ¿Y los desfiles militares?
—Los desfiles militares tienen varias finalidades: agasajar a los dioses por nuestras victorias, al pueblo por sus sacrificios, a los soldados por su valor y a los que mandan por sus decisiones acertadas. a la vez que demostramos a nuestros enemigos nuestro potencial. ¿Ves algo de todo lo que te he dicho en esas literas?
— ¿Y quiénes son entonces esos que viajan con tanto boato, padre?
—Suelen ser mercaderes, tratantes de esclavos o nuevos ricos. Antes fueron los que servían y ahora los que mandan, gracias a un golpe de la diosa Fortuna o a sus negocios. Intentan demostrar carácter a través de la exhibición de sus riquezas, inteligencia a través de sus costosas fiestas o sagacidad por el número de esclavos que poseen. Pero en realidad, sólo son sacos de carne con nada en su interior.
—Pero aún así, tienen también su papel, ¿verdad, padre?
—Vas aprendiendo, hijo. Eso me gusta.
El general dio una palmada al chico en la cabeza con afecto, y Marcelo se sintió orgulloso de ese gesto. Llegaron a una calle empinada, donde se toparon de frente con otra litera trasportada por fornidos esclavos negros de nariz chata. La litera era egipcia, a juzgar por su suntuoso estilo y los esclavos que la rodeaban. Un negro, que portaba un enorme abanico de plumas de rojo y amarillo, se adelantó hacía el general, pero Marcelo el Viejo le detuvo con un gesto solemne de su mano y ordenó a sus esclavos y guardaespaldas que se echaran a un lado para dejar pasar. Fue un gesto de cortesía, porque él era un general romano al que prácticamente todo el mundo debía de abrir paso.
Marcelo observó con la cabeza levantada en señal de orgullo, como el exótico cortejo cruzaba a su lado con prisa. Todos los esclavos y guardas saludaron con gesto de respeto al general, quien sólo inclinó la cabeza cuando pasó la litera. En ese momento, una de las cortinas de suave lino de color rojo se apartó un poco y medio se entrevió una delicada mano de finos dedos y piel seductoramente cobriza. Marcelo intentó otear el interior de la litera, pero sólo alcanzo a ver en un fugaz parpadeo, un rostro femenino con unos ojos oscuros y ardientes que se clavaron en los suyos con tal intensidad, que el muchacho no pudo evitar lanzar una exclamación de sorpresa. Se ruborizó de la cabeza a los pies y su padre lanzó una risotada y le guiñó un ojo.
—No todos son fofos mercaderes —comentó divertido el general dando la orden de continuar.
A veces ocurría, durante la caminata, que en su camino se cruzaba un senador rodeado de sus ayudantes y de la cohorte urbana, o agentes importantes de la administración, que reconocían al general y se paraban para intercambiar saludos, frases de cortesía o comentarse asuntos de estado o simplemente chismes. No sólo personas de categoría se acercaban para hablar con Marcelo el Viejo, sino también soldados veteranos que levantaban el brazo en alto en señal de respeto. Y ciudadanos normales, que lanzaban vítores al paso de la pequeña comitiva o algún que otro ocasional “Los dioses os bendigan, general”. Pero la verdad, es que eran poco los romanos de a pie, más allá de los pinares del Pincio, que podían ver en ese hombre de porte noble, que iba sin armadura, ni soldados, ni fanfarrias, a un gran militar de Roma.
Pero continuaron adelante, a buen ritmo, que Marcelo supo coger y convirtió la marcha en algo más llevadero. Y cuando parecía que las energías se agotaban, algún suceso o un imponente edificio, le hacía desbocarse el corazón y recuperar las fuerzas, a pesar del hambre que le provocaba ruiditos en el estómago; pero comería cuando lo hiciera su padre. Subieron por las empinadas calles del Quirinal, se metieron en una compacta y lenta masa humana en las Carenas y finalmente, llegaron a la vía Sacra, que conducía directa al Foro.
Cierto que llamarla vía era un eufemismo, pues la calle no era tan ancha como podía inducir su nombre, a pesar de que era la más holgada de todas las calles de Roma. Por ella podían pasar dos carros en ambas direcciones, pero de día, estaba invadida por tenderetes y puestos ambulantes, a pesar de que estaba prohibido ocupar la calzada para esas actividades. Y el piso de la vía era sencillamente tierra, barro y los restos de excrementos de burros, caballos y bueyes que hubieran circulado por ahí la noche anterior. Pero al menos, era casi recta y ya no había que salir de ella e internarse por los laberínticos barrios de la Urbe.
—Bueno —dijo el general dando la orden de parada—. Aquí nos detenemos.
— ¿Queda mucho para nuestro destino, padre?
—No, pero vamos a parar y descansar. Nos meteremos en esos baños y nos asearemos. Después, comeremos y proseguiremos la marcha. ¿Tienes hambre?
—No.
El general rió con ganas y dio con la palma de la mano en el estómago de Marcelo.
—Pues lo he oído rugir varias veces —bromeó.
Marcelo el Viejo dio unas órdenes a los porteadores y los guardas para que se marcharan a comer y volvieran raudos cuando se requiriera su presencia, y junto con su hijo y dos esclavos, se dirigió a la puerta principal de unos baños públicos, un gran edificio con puerta festoneada con columnas y arcos. Pagaron la entrada —casi simbólica, pues de esta manera, cualquier ciudadano podía acceder a las instalaciones— y marcharon a los vestuarios. No se demoraron mucho en los aseos ni en los baños, ya que tenían que continuar camino, pero de todas maneras, se dieron una reconfortante sauna, un baño en la piscina de agua helada y se relajaron con unos masajes impartidos por esclavos de hábiles manos. Sus ropas fueron limpiadas y perfumadas con suaves fragancias y el calzado, que estaba sucio de barro, polvo y excrementos, sustituido por uno nuevo.
Cuando salieron de los baños, Marcelo se sentía descansado y pletórico, dispuesto a seguir explorando las maravillas de la ciudad y a fundirse con intensidad en su trepidante ritmo de vida. Pero antes, había que comer, y el general marchó a una posada cercana, repleta de clientes, que en apretados corrillos, comentaban las últimas leyes de Augusto, las trepidantes carreras de caballos, los combates de gladiadores, fanfarronadas y mentiras, la cotización del grano o los festejos, que por toda Roma, se estaban celebrando. Hacía el final de la jornada, los sacerdotes, los ediles o cónsules y el propio emperador, repartirían entre la siempre insaciable plebe, comida y bebida. El ambiente era muy animado y caótico, con vociferantes energúmenos alzando las jarras de madera con vino, o mujeres de formas plenas y curvas potentes, lanzando groseras risotadas. No había ni un solo rincón libre en todo el local, así que la idea de sentarse era inconcebible, pero el general, con solemnidad, ordenó a uno de los esclavos que le trajera al dueño del tugurio. El esclavo marchó raudo abriéndose paso a empellones entre la numerosa clientela y volvió, instantes más tarde, trayendo consigo a un moreno y achaparrado individuo que portaba un mugriento delantal atado a la cintura y con un gesto de desagrado en una cara dura, surcada por el lado derecho por una terrible cicatriz que le iba desde la parte superior de la frente, hasta la punta del mentón. Debía tener aproximadamente la misma edad que el general, pero su constitución era más gruesa, de brazos y piernas fuertes y velludas, llenas de viejas heridas.
El posadero se acercó a Marcelo el Viejo y a su hijo, y toda expresión de animosidad se esfumó en cuanto reconoció al general. Con una sonrisa de alegría, que dejo al descubierto una dentadura fuerte y sana, intentó meter un poco del abultado estómago y saludó al estilo militar.
—General —dijo el hombre con sinceridad—. Es un honor.
—Saludos, Iulio —respondió Marcelo el Viejo con la misma sinceridad— ¿Cómo no iba a pasar a saludar a un viejo zorro como tú? Éste es mi hijo, Marcelo.
— ¡Por los Gemelos! —exclamó el posadero lanzando una risotada—. Que este cachorro ya ha crecido mucho. Me parece que fue ayer cuando el general anunció tu nacimiento y pillamos una borrachera de leyenda. Tu padre es un gran general, muchacho, al que esa puta de la Loba le guarde por siempre. Me siento orgulloso de haber servido bajo su mando.
—Calla, pedante —le cortó en broma Marcelo el Viejo—. Si no hubieras desviado unas cuantas cuchilladas directas a mi corazón, hoy no sería ese gran general que dices.
—Sólo era un pobre centurión, general, un mísero soldado cumpliendo con su deber.
—Éste mísero soldado —le dijo el general a Marcelo como información—, ha sido el mejor centurión que ha servido bajo las Águilas, el primero entre los primeros14.
Marcelo el Viejo puso su mano en el fuerte hombro de Iulio con total camaradería. El antiguo centurión sonrió satisfecho y orgulloso de esa prueba de amistad con un hombre tan grande como el general.
—Queremos comer y beber, Iulio. ¿Es eso posible o tendré que volver en otro momento?
— ¡Me meo en la madre que parió a todos estos cabestros, general! Un instante, dame un instante.
Iulio se apretó el delantal con energía y avanzó decidido a un rincón del local. Con grandes voces y fuertes juramentos, hizo levantarse a un grupo de ociosos que hacía mucho rato que habían terminado sus consumiciones y se dedicaban a pasar el rato. El antiguo centurión los hizo abandonar la posada entre empujones y maldiciones con la ayuda de su esclavo, un gigantesco negro númida de colosales brazos e imponente tórax. Como Iulio era bien conocido por sus clientes por su mal genio y su terrible fama como combatiente, no hubo mucha resistencia; unos insultos aquí y allá a lo sumo.
Ya había sitio para el general y su hijo. Iulio limpió lo mejor que pudo una mesa con mugre de años y colocó vasos y platos limpios. Ordenó a su esclavo negro que mantuviera a los curiosos alejados del general.
—Bueno, Iulio. ¿Cómo te va la vida de civil? —preguntó Marcelo el Viejo cuando se hubo sentado.
—Ah, mi general, no me va mal, pero mentiría si dijera que no echo de menos el campamento militar y la disciplina de unas buenas tropas.
— ¿Y tu mujer?
— ¡Manda más que nunca! Pero me va a dar un hijo dentro de unas semanas.
— ¡Canalla miserable! —le palmeó el general en el velludo brazo—. Ya sabía yo que tu vara de mando en algún sitio la tenías que meter. Hay que celebrarlo.
—Tengo un vino de Egipto, que sólo sirvo en buena compañía. Enseguida lo traigo junto con algo de comida.
No tardó mucho Iulio en regresar con la bebida, queso, higos, aceitunas y bollitos de hojaldre con miel y piñones. A Marcelo le escanciaron un poco de vino también, pero muy mezclado con agua. Los dos hombres hicieron efusivos brindis a la salud del futuro hijo de Iulio y los buenos tiempos pasados. Hablaron de las campañas de Oriente, de guerreros de largas barbas negras con tirabuzones y armaduras de oro, del desierto, de bellas muchachas de piel de cobre y de enormes pirámides que se alzaban desafiando a los elementos y al tiempo, de tremendas batallas y de compañeros caídos en combate. Y lo hicieron no como un soldado y su superior, sino como amigos, con esa clase de confianza que daba compartir penalidades, la fatiga, el hambre y la presencia inseparable de la muerte.
Estuvieron conversando hasta que quedaba poco para que llegara la hora décima15. Iulio tenía que seguir atendiendo su negocio y el general continuar camino. El posadero se negó a que se abonara lo consumido y Marcelo el Viejo se enfadó, pero tuvo que aceptarlo. En la despedida, el general entregó un saquito de monedas y un brazalete de oro al centurión como presente para su futuro hijo, y esta vez fue el turno de Iulio de enfadarse, pero también lo tuvo que aceptar.
Marcelo lamentó dejar la posada, porque a pesar de que prácticamente no había dicho ni una palabra durante toda la comida, Iulio le caía bien y le fascinaba oír como narraba sus experiencias pasadas con su padre, pero el día avanzaba y tenían que llegar a la propiedad que el senador Vitelio Craso poseía cerca del Palatino antes de que cayera la noche. Refrescados, descansados y comidos, padre e hijo se juntaron con la comitiva que les esperaba junto a los baños públicos y reanudaron la marcha.
Continuaron por la vía Sacra a buen ritmo entre el abigarrado gentío que en cualquier momento del día, atestaba las calles. Llegaron a una amplia plaza al pie del monte Capitolino. En la cumbre se alzaba el imponente templo de Júpiter, protector de Roma, que desde las alturas, vigilaba la ciudad para que ningún enemigo atravesara las murallas. Al edificio se accedía por unas largas y anchas escaleras o por una serie de rampas. Todo el templo y la plaza estaban muy concurridos, tanto por las festividades, como por ser uno de los principales lugares de reunión de los romanos.
El general hizo un alto y subió con su hijo al templo para realizar un rápido, pero sincero, sacrificio a Júpiter. Pidió por su fortuna y la de su familia, y también por la de Iulio y su futuro vástago. Terminadas las ofrendas, continuaron avanzando entre las procesiones religiosas y los gritos de reclamo de los vendedores de patos, gansos y corderos. Fue dejar atrás el Capitolio junto con el templo, cuando Marcelo se dio de bruces con la ínsula más monstruosa de todas.
A fuerza de ir viéndolas durante todo el día, Marcelo se acostumbró al final a ver los altos edificios, pero está ínsula era la más grande e imponente de todas. Tenía al menos veinte plantas y se erguía desafiando a cualquier otra estructura. El muchacho no podía apartar sus ojos de ella. ¿Cómo sería la visión de Roma desde tan elevada perspectiva? ¿Podrían respirar los inquilinos de los últimos pisos? Seguramente sí, porque si no, entonces no tendría sentido haber construido con tan épicas dimensiones. ¿Y porque ningún otro bloque de viviendas era tan increíble como éste?
Su padre le dio la respuesta. Esta ínsula era una reliquia y ninguna otra era tan alta porque Augusto había limitado las medidas de las insulae, como medida de seguridad, a setenta pies de altura. En cuanto ésta cayera, no habría más en Roma otro edificio que fuera tan grande16. Augusto así lo había ordenado, y el porqué de esta ley, era en el sentido de que estos edificios eran un peligro constante. A simple vista parecían sólidas construcciones, pero estaban muy mal concebidas y peor construidas. Para reducir gastos y extraer beneficios, los constructores levantaban las insulae de cualquier manera, con rapidez y con materiales endebles o baratos, que con el paso del tiempo, tendían a venirse abajo por si solos con lo que eso conllevaba. La corrupción en el mundo de la construcción era algo común, a pesar de que Augusto luchaba con ganas por erradicarla, pero como siempre, los mayores perjudicados eran quienes además de malvivir en las insulae, encima tenían que pagar unos desorbitados precios por su alquiler o compra.
Un claro ejemplo lo tuvo Marcelo ante la visión de una enorme nube de polvo que se levantaba detrás de unos bloques, unas cuantas manzanas más allá de la vía por donde circulaban. La gente corría en tropel al lugar del origen de la polvareda y en sus gritos de aviso, pero también de malsana curiosidad, se pudo adivinar que fue lo que ocurrió. Una ínsula, sin previo aviso excepto por unos crujidos instantes antes, se vino abajo con gran estruendo y afectando la estructura de otros dos inmuebles que también amenazaban con caer. Marcelo no escuchó el sonido del derrumbe, pero era lógico, pues las ensordecedoras calles no dejaban oír nada y había que tener en cuenta que, además, estaba cerca el Circo Máximo —donde se estaban celebrando carreras— y un anfiteatro. El rugido de miles de espectadores, ebrios de locura y frenesí ante los espectáculos era tal, que retumbaba por toda la ciudad como truenos en la tormenta.
Pero en la gente que corría hacía el lugar de la catástrofe, obstaculizando a los carros de bueyes que marchaban para retirar los escombros, buscar supervivientes y comenzar el levantamiento de una nueva ínsula, no había gestos de dolor o gritos de angustia. Sólo se veía morbosidad por la situación y una grosera falta de sensibilidad ante las desgracias de los demás. En Roma eran tan frecuentes los derrumbamientos y los incendios, que ya a casi nadie les causaba inquietud o sorpresa.
—Así es la plebe, hijo mío —comentaba el general—. Siempre dispuesta a regocijarse ante las miserias de los demás. Un día eres un dios para ellos y al otro, no dudarán en pedir tu cabeza. Su juicio es inapelable.
Dejaron atrás a la muchedumbre que se agolpaba en las sombrías y estrechas callejuelas intentando otear algo, y continuaron caminando por la vía. Observaron la Curia, un edificio de plano rectangular con un inmenso pórtico con gruesas y altas columnas de mármol, de aspecto soberbio e impecable, recién terminado de las obras que iniciara Julio Cesar. Ahora pasaría a llamarse Curia Julia. Y a continuación, entraron en la auténtica alma de Roma: el Foro.
Era enorme, un amplio espacio rectangular lleno de estatuas, templos, arcos triunfales, pilares y obeliscos conmemorativos y un sinfín de edificios públicos que intensificaban la belleza y majestuosidad del lugar. Marcelo el Viejo explicó que durante la República, el Foro era aún más grande, pero que fue dividido por Augusto al ordenar la construcción del Templo de Julio Deificado, en el lugar justo donde el cuerpo de Julio Cesar fue incinerado en la pira levantada de manera espontánea por el pueblo de Roma. Marcelo miró con ojos cargados de temor y respeto el Templo, y pudo imaginar las enormes llamas y los gritos de duelo de los ciudadanos ante el asesinato de uno de los hombres más extraordinarios que hubiera existido jamás.
Todo el Foro estaba a rebosar de personas, que acudían a los edificios públicos o a los templos para realizar sus quehaceres personales, pero también había ociosos que acudían para ponerse al día de lo que acontecía en la ciudad o en el Imperio. El Foro palpitaba de rumores, chismes, mentiras mezcladas con verdades, panfletos con sátiras a veces inofensivas y otras no tanto. Los ricos mercaderes se cruzaban con los nobles, los soldados con la plebe, los forasteros con ciudadanos de todas las provincias, en una amalgama de vitalidad y energía que superaba las expectativas de Marcelo. Situado entre las colinas del Palatino, el Capitolio y la del Quirinal, el Foro era el corazón de propulsaba la vida a toda la Urbe, lugar donde se celebraba la vida política de un pueblo justamente destinado a la grandeza.
—El Palatino —señaló Marcelo el Viejo a la imponente colina que se alzaba a más de cincuenta pasos de altura, dominando todo el paisaje con sus residencias, palacios y magníficos jardines—. Nuestro destino.
— ¿Veremos a Augusto?
—No. Ya es tarde. Hemos de llegar a la casa de Vitelio Craso.
Era cierto. La hora undécima17 ya estaba avanzada y las sombras comenzaban a alargarse al irse poniendo el Sol. La noche se acercaba a pasos agigantados. El general ordenó avanzar más rápido y atravesaron el Foro dejando atrás la casa de las Vestales, el Templo de Vesta y de Regia, el de Castor y Pólux, la Basílica Julia y de Emilia, el Templo de Saturno y muchos otros edificios más que Marcelo ya no podía recordar. ¡Era tanta la solemnidad del lugar y tantas maravillas por conocer!
La muchedumbre, como si una señal lo hubiera anunciado, comenzó también a recoger puestos y mercancías, a terminar sus negocios o sus asuntos, y a marchar a toda prisa a sus hogares o refugios. El día terminaba y con él, la vitalidad de Roma. La comitiva llegó al Campo de Marte, que Augusto hizo construir para descongestionar el Foro, y Marcelo pudo admirar asombrado el mayor gnomon18 que había visto —y vería— en su vida. En medio de la plaza se alzaba un imponente obelisco de cuatro lados de más de ochenta pies de altura y una base de doce pies, cuya sombra marcaba las horas al pasar por unas gruesas líneas de bronce en el pavimento. El muchacho miró la punta del pilar recortarse en el cielo y lanzó un grito de alegría.
— ¡Padre, mira! ¡Allí! —Marcelo señaló un punto que se movía en círculos alrededor del obelisco.
— ¿Dónde, hijo?
— ¡Allí, en el gnomon! ¡Es un águila!
El general esforzó la vista, pero no logró ver la rapaz que decía su hijo y al parecer, nadie más tampoco la veía, porque no se escuchaban gritos ni exclamaciones. Que un águila sobrevolara el Campo de Marte en éste momento del día, sería considerado un prodigio portentoso. Pero en el cielo no había nada, excepto los murciélagos que comenzaban sus revoloteos y unas cuantas nubes bajas. Pero el rostro del muchacho estaba iluminando por la alegría y sus ojos brillaban de convicción.
— ¡Se ha ido! ¿La viste, padre? ¿Pudiste verla?
—Sí… Yo también la vi.
Marcelo el Viejo dio un cachete suave a su hijo, que había logrado ver a un águila cuando los demás, incluido él, no. Pensó que quizás fuera una señal de los dioses y que debía ser correctamente interpretada. Se prometió visitar a un sacerdote en cuanto sus obligaciones se lo permitieran. Miró a su hijo con orgullo paternal y vaticinó en él un futuro espléndido bajo los estandartes de Roma. Tal vez ese fuera el mensaje del Águila.
Marcelo, a pesar de que estaba visiblemente agotado por la interminable marcha y las emociones del día, no paraba de reír y de comentar el increíble vuelo del ave. Pero todo terminó cuando las sombras se adueñaron de las calles. El general apremió a los porteadores y pudieron llegar a tiempo a la casa del senador. Era una suntuosa domus de altos muros y recias puertas de madera. Los esclavos y el capataz de la vivienda les dieron la bienvenida y los hicieron entrar, poniéndolos a salvo de la noche romana.
Como venía siendo acostumbrado, Marcelo preguntó a que se debía la premura, y el general, que gozaba respondiendo, contestó que, llegada la noche, toda Roma se encerraba en sus hogares, cerrando puertas, atracando ventanas y claraboyas, echando pestillos y colocando recias estacas de madera en todas las entradas y salidas. Y es que la oscuridad se adueñaba de las calles de manera total. No se encendía ni un farol, ni velas, ni antorchas, ni candiles, ni fuegos, a excepción de los sagrados de los templos. Las sombras eran oscuras, densas e impenetrables. Nadie se aventuraba a salir fuera y quien lo hacía, debía ir protegido por una fuerte comitiva de guardias armados y esclavos con antorchas, o con las cuadrillas de vigilantes nocturnos que recorrieran su sector asignado. Y aún así, no había garantías de seguridad. Caída la noche, Roma se convertía en la zona de acción de bandas de criminales, peligrosos asesinos y gente de mala calaña, que vagaban por ella como perros malditos dispuestos a degollar a quien se cruzara en su camino y robarle hasta las entrañas.
Muchos ciudadanos habían salido de fiestas y cenas de casas de amigos, hastiados de comida y bebida, y nunca más se había vuelto a saber de ellos. También existía el peligro de perderse en unas calles que eran auténticos laberintos oscuros, sin indicaciones ni iluminación, y vagar errante muerto de hambre y frío, en el mejor de los casos, hasta que amaneciera. Muchas desventuras había que temer si se deseaba salir de noche y sólo los locos, los borrachos, los ladrones y los jóvenes arrogantes, se arrojaban a las negras calles en busca de fuertes emociones.
Pero nada de eso debía preocupar al muchacho. Avisados con mucha antelación de la llegada del general y su séquito por un mensajero, los esclavos habían preparado una opulenta cena y unos dormitorios para que los invitados del senador estuvieran lo más cómodos posible. Como la casa de Vitelio Craso también disponía de aseo privado, pudieron, padre e hijo, lavarse adecuadamente el polvo del camino y adecentarse la ropa. Se recostaron en los divanes del comedor una vez terminadas las abluciones y se dispusieron a dar buena cuenta del espléndido banquete.
Al sonido melodioso de flautas, campanillas y arpas que amenizaban la velada, los esclavos fueron desfilando uno detrás de otro presentando numerosos platos, todos ellos dignos del mismo Augusto.
— ¿No hay nadie de la familia del senador aquí? —preguntó Marcelo el Viejo al capataz.
—No, mi general. La familia del noble Vitelio Craso permanece en Capua, en la villa.
—Ah, sí.
— El senador se disculpa por no haber ningún representante de la familia para atenderte como es debido.
—No hacen falta disculpas. Mi buen amigo ha sido muy amable al abrirnos las puertas de su casa.
Muchos romanos ricos preferían la tranquilidad y el silencio de la campiña romana, como la familia de Vitelio Craso. El senador poseía esta propiedad cerca del Palatino para poder atender sus obligaciones y estar así siempre disponible, pero por lo general, en cuanto podía, se marchaba del bullicio de la gran Urbe. Marcelo el Viejo también había meditado en otras ocasiones sobre buscar otro lugar donde residir. La villa en los pinares era magnifica y estaba enclavada en un lugar privilegiado, pero poco a poco, iba cayendo también en la caótica locura de la ciudad y ya no podía sustraerse a ella a pesar de los guardas o las verjas. Siempre había deseado poseer grandes extensiones de tierra y plantar viñedos, afición que le venía dada por su abuelo. Se decía que una tierra muy fértil para tal tarea era Herculano, una bonita, coqueta, pequeña y tranquila ciudad, no muy lejos de la señorial Pompeya. Tal vez…
Pero los exquisitos aromas que desprendían las viandas no permitían pensar en nada más que comer y disfrutar del banquete. Marcelo el Viejo pensó que su viejo amigo se había tomado muchas molestias en organizar tan magnífica cena para dos —al menos contó diecisiete platos diferentes y sólo eran los entrantes—, pero al ver como su hijo comía con voracidad todo lo que se ponía por delante de sus ávidas manos, sonrió satisfecho y se relajó. Había sido un día largo y duro.
Tan duro, que el muchacho cayó profundamente dormido antes del tercer plato. Tras haber comido y bebido hasta saciarse, su agotado cuerpo no pudo más y pagó la factura de tan larga caminata. Marcelo el Viejo ordenó entonces que se recogiera todo y se diera por finalizado el banquete. Apartó un poco de vino y carne como sacrificio a los dioses tutelares de la casa y tomó a Marcelo entre sus brazos para llevarle a los aposentos que les habían preparado.
A la mañana siguiente, Marcelo no necesitó que le despertaran. Su excitada mente había decidido que era el momento de levantarse del jergón. Hoy era el gran día, hoy serían recibidos por Augusto. Afuera la noche todavía era cerrada y los pájaros ni siquiera estaban despiertos, pero no fue el primero en levantarse. La casa ya estaba invadida por los esclavos que atendían sus deberes domésticos o marchaban a la calle a realizar recados. Candelabro en mano, fue en busca de su padre. Lo encontró plenamente vestido en el comedor departiendo con el encargado. Su aspecto era magnífico, ataviado con el uniforme militar de general de las legiones de Roma. La coraza musculada, con una gran cabeza de gorgona en el pecho, relucía impoluta a la luz de las velas y los candiles. El peto de cuero marrón, debajo de la coraza, sobresalía por las mangas en forma de flecos y hasta la mitad de los muslos. La túnica roja era más larga, puesto que era la primera prenda en vestirse, y le llegaba hasta los codos y un poco más arriba de la rodilla. La media capa también era de color rojo y con ribetes dorados. Portaba un puñal y la espada corta, y el casco, dorado con grandes alas de águila desplegadas hacia delante, lo llevaba en la mano. Era una visión imponente de orden y poder, que infundía respeto y orgullo en Marcelo.
El general descubrió a su hijo y sonrió. Le hizo un gesto con la mano para que se acercara. Uno de los esclavos tendió al muchacho ropa nueva e inmaculada.
—Aséate y cámbiate lo más rápido posible. No es bueno hacer esperar al emperador.
—Sí, padre.
Así lo hizo Marcelo, y momentos más tarde, ya estaba preparado para marchar al Palatino. En la puerta principal de la casa del senador Vitelio Craso esperaban los porteadores y el resto de la comitiva, pero también una escolta de diez soldados de la guardia de palacio; enormes y bien armados. Cuando el general hizo acto de presencia, los soldados se cuadraron con rapidez y saludaron a su superior con energía. Marcelo el Viejo indicó a su hijo que subiera a la litera; desde este momento, todo adquiría un cariz oficial.
El cielo comenzó a pasar del negro al azul oscuro, y los gorriones revoloteaban por los tejados y las estatuas. Las calles bullían de actividad y los talleres comenzaban su rutinaria labor. Roma se desperezaba y se iniciaba un nuevo día en la más gloriosa ciudad del mundo civilizado. La comitiva, junto con la uniformada escolta, se puso en movimiento atravesando el Foro para llegar a la colina donde estaba ubicado el palacio de Augusto.
La gente vitoreaba y saludaba al paso del general, que con sus galas militares, casco en mano y sonrisa en el rostro, ahora sí era reconocido por toda la plebe como un grande. Y lo demostraban apiñándose a los lados de la comitiva y alzando los brazos con alegría. Dos soldados marchaban delante con las lanzas cruzadas para evitar que la turba bloqueara el paso, pero no hubo problemas y se pudo continuar a buen ritmo hasta llegar al perímetro exterior del Palatino. Una gran valla de gruesos barrotes de hierro de ocho codos de altura rodeaba la zona y servía tanto como una precaución de seguridad, como para mantener fuera a la chusma, siempre dispuesta a colarse en los lugares más insospechados. La guardia de la puerta principal les dio el alto y pidieron la confirmación de entrada. Uno de los soldados de la escolta entregó un pergamino enrollado y se contrastó con la tablilla de las órdenes del día. Confirmada la visita del general y cumplido el trámite obligatorio, los centinelas abrieron la doble puerta enrejada para dar vía libre.
A partir de aquí, todo sucedió muy deprisa para Marcelo, que ardía en deseos de ver al emperador. Apenas fue consciente de que fueron llevados a la entrada del edificio principal, donde de nuevo tuvieron que volver a acreditar el permiso de paso y sus identidades. Alguien le dijo que bajara de la litera — ¿su padre, quizás?— y continuaron a pie, introduciéndose en el fastuoso palacio de altos techos abovedados, enorme columnas y losas del más lujoso mármol, tanto en suelos como en paredes. El general, su hijo y dos soldados, fueron guiados por el lugar por un jefe de criados hasta la segunda planta y unas dependencias de dimensiones más modestas, pero no menos ricas.
Era una amplia sala por donde entraba la luz de la mañana por unos grandes ventanales. La brisa era hoy algo más fría, pero a Marcelo no le importaba porque no sentía nada por la excitación. El jefe de criados les rogó que esperaran en el lugar unos instantes hasta ser llamados y se retiró con la escolta por una gruesa puerta de madera con refuerzos de hierro. Dos soldados, con lanza y escudo, guardaban el sitio en actitud de firmes. Marcelo se quedó quieto, pero le costaba mucho mantenerse así, porque el nerviosismo y la impaciencia le consumían. Su padre, en cambio, daba lentos paseos por la sala con las manos en la espalda. Se detuvo ante el busto de Agripa y lo estudió con detenimiento. Satisfecho de su escrutinio, se dirigió ahora a los soldados, a los que miró con intensidad de arriba abajo.
Los soldados alzaron la barbilla e hincharon el pecho. Era el general Tulio Marcelo quien les miraba, héroe victorioso en la campaña contra los partos y las tribus hostiles que asolaban las fronteras de Egipto, alabado por Augusto y amado de Roma y los dioses. El general observó con intensidad las armas y armaduras de los dos hombres y asintió conforme con la cabeza.
—El equipo está a punto y bien cuidado —comentó Marcelo el Viejo como si tal cosa—. Sois buenos soldados.
Los dos hombres esbozaron una sonrisa, malamente contenida, de orgullo ante el elogio del general. Era un honor para ellos y no olvidarían fácilmente este momento. Marcelo observó fascinado el comportamiento de su padre. Con detalles como estos, el general se ganaba la estima y el respeto de sus soldados. Había mucho que aprender de él.
Casi por un instante, al ver a su padre y los centinelas, se olvidó de donde estaba; casi. ¿Cuánto tiempo había transcurrido ya? ¿Por qué no pasaban de una vez? Tuvo que esforzarse para calmar sus ansias y mostrarse paciente. No debía poner en evidencia a su honorable padre en presencia de nadie y, mucho menos, del emperador. Esta era una oportunidad única. Si el general hubiera estado en otra provincia, le hubiera sido comunicado su nuevo destino mediante un despacho oficial, pero al vivir en Roma, se le concedían las órdenes en persona. Era algo que le agradaba hacer a Augusto. Al emperador le encantaba hablar con sus generales, cónsules, senadores, gobernadores y toda clase de subordinados. Siempre estaba dispuesto a escuchar el punto de vista de los demás o las posibles objeciones que surgieran, aunque al final, siempre se terminaba haciendo su voluntad. Era un hombre de carácter abierto, muy frío en su juventud y difícil de tratar, pero más calido y amable a medida que iba acumulando años; hay quien decía que también más quisquilloso y refunfuñón. Además, era un amante de la familia y su sagrada institución. Siempre andaba detrás de todo el mundo para que trajeran al mundo niños con los que nutrir al Estado, o para que los solteros dejaran de serlo lo antes posible. Marcelo el Viejo a veces bromeaba sobre como el emperador daba auténticas diatribas enfurecidas a los que se divorciaban, acusándoles de hundir el futuro de Roma por culpa de sus banales egoísmos.
La puerta se abrió y apareció el mismo criado de antes, anunciando con voz clara que ya podían pasar. Llegó el momento tan esperado. Marcelo se quedó quieto, petrificado, sin saber que hacer. Su padre se acercó y le puso una mano en el hombro. Tiró de él con suavidad y pasaron, precedidos por el mayordomo, a otra estancia. Allí estaba Augusto, departiendo tranquilamente con dos senadores y un general. A una orden del sirviente, se quedaron parados en la entrada, a la espera de que el emperador les dirigiera la palabra. Marcelo había contemplado muchas veces bustos y estatuas de Augusto de cuando era joven, tenía el rostro delgado y los rasgos acusados, mirada austera y una cabellera rizada y dorada.
Muy distinto del Augusto que ahora veía, bastante más mayor, con algo de barriga y papada, los rasgos más suavizados, la mirada dura e inquisitiva, pero cargada de picardía y algo de malicia, y el pelo era liso, corto y empezaba a ser gris en su mayor parte, pero espeso y fuerte. La estancia era más pequeña que la anterior, con dos grandes mesas repletas de papeles, mapas y documentos. El emperador y sus tres invitados miraron al general y su hijo, y Augusto guiñó un ojo con complicidad a Marcelo. Al muchacho le gustó ese gesto y de inmediato, el dueño del mundo le cayó simpático.
—Ah, mi buen amigo Tulio Marcelo —exclamó Augusto acercándose al general. Me alegra que hayas venido.
—Gracias, Augusto. También me alegro de verte.
—Estaba hablando con los senadores y Domicio, sobre la situación en el limes germánico. Es el momento de iniciar una serie de campañas destinadas a castigar a esas tribus bárbaras. Eres el hombre indicado para ello.
—Acepto la responsabilidad y el honor que depositas en mí.
Augusto palmeó afectuosamente en el hombro un par de veces al general y a continuación dirigió su mirada a Marcelo.
—La última vez que te vi, apenas te sostenías en pie —le dijo al muchacho con una sonrisa—. Y fíjate, a punto de convertirte en todo un hombre. Guiarás a las legiones, como tu padre, y me traerás las Águilas de vuelta.
— ¿Cómo? —preguntó Marcelo al no entender muy bien lo que quería decir Augusto.
—Me traerás las Águilas…
Marcelo despertó. Estaba un poco oscuro y no veía nada, pero enseguida la vista se le adaptó gracias a que la fogata todavía estaba en ascuas y ardía un poco. Le costó un poco recordar donde y bajo que circunstancias se encontraba. Estaba en lo más profundo de los bosques de Germania, en terreno hostil y desconocido, en la cueva. Segestes, Gayo y los demás dormían apretados, para darse calor y poder soportar mejor la noche helada. No veía a los centinelas, pero sabía que estaban ahí, de guardia y alerta ante la más que posible probabilidad de que aparecieran los bárbaros.
Había estado soñando. ¿O recordaba su vida pasada? ¿O quizás una mezcla de ambas cosas, un sueño cargado de sus recuerdos y de sus fantasías? Parecía todo tan lejano, más allá de una vida. En el sueño era un muchacho que recorría las calles de la magnífica Roma, pero los detalles se iban perdiendo poco a poco al principio, con rapidez al final. ¿Por qué los buenos sueños se olvidaban tan pronto, pero las pesadillas permanecían enquistadas en el corazón de los hombres? Daba igual, al menos había sido agradable y podía sentir la acogedora presencia de su padre.
¿Por qué se había despertado? Quien sabía, tal vez el frío, un sonido o su inquieta mente. Debía intentar volver a dormir, recuperar fuerzas, porque la jornada que se acercaba prometía ser dura. Se acurrucó en la manta y cerró los ojos. No tardó mucho en sumirse en un profundo sopor. No lo sabía, pero ya no volvería a tener sueños agradables.
Si deseas leer más, puedes adquirir la novela en librerías y grandes superficies, o bien en la página Web de MEDEA EDICIONES. LA CAÍDA DEL ÁGUILA está escrita por Juan Carlos Sánchez Clemares.
Genial, simplemente soberbia la descripción de la vida urbana de Roma en un día ordinario. Definitivamente quedé con ganas de más.
ResponderEliminarGracias, amigo José Luis. Pues si te ha gustado, atento a la segunda parte de esta novela y a las peripecias detectivescas del centurión pretoriano Rufrio Ostorio por las domi más lujosas de Roma. Un saludo.
ResponderEliminarTe aseguro que estaré pendiente.
ResponderEliminarUn saludo.