EL DÉCIMO
Como todos los años, los
parroquianos del bar “El tío Lucas” se reunieron para comprar el décimo de la Lotería.
Apiñados alrededor de la barra, rieron, gastaron bromas y discutieron con el
dueño y camarero, Juan, que número de la Lotería comprar. Unos decían que tenía
que terminar en cinco, que era un número “bonito”, otros que en trece, aquel
que en ocho, que lo había soñado, y el de más allá que en siete, que se lo
había dicho una pitonisa. Guasa y rechifla, porque en realidad, en más de
quince años desde que se iniciara la costumbre de comprar a medias los décimos
de la Lotería nunca les había tocado nada al grupo de clientes y amigos. Pero
en realidad lo importante no es que tocara, que sí, que gustaría y mucho, sino
el tener una excusa para reunirse antes de Nochebuena y comer y beber algo. Si
las empresas tenían sus cenas y fiestas para sus empleados en Navidad, pues
ellos tenían su particular comida. No en vano se conocían prácticamente de toda
la vida. Muchos incluso habían nacido en ese barrio madrileño, uno de los más
antiguos y castizos, y allí seguían.
Juan, el dueño del bar, era de todos
conocidos, no era simplemente el dueño del local, sino que era un amigo, uno
más del barrio, por tanto, la confianza era total. Pero en ese alegre grupo de
cincuentones (más cerca de los sesenta que de los cincuenta, no vayan ustedes a
creer) de barrigas plenas y satisfechas, calvas relucientes o canas solemnes,
de manos arrugadas por una vida de duro trabajo, de miradas honestas y limpias
existía una nota discordante, la oveja negra.
—Bueno,
Benito —dijo con una sonrisa Juan mirando a la mesa algo alejada de la barra
donde se sentaba Benito mareando una cerveza ya casi sin espuma y comiendo unas
aceitunas (de las violás)—, ¿este año
será por fin el año que te unas a nosotros en la compra de un décimo?
—Bah
—exclamó con desdén Benito—. Todos los años la misma historia, cagüenendiez. Y
todos los años te digo que no, que eso de la Lotería es un cuento.
—Anda,
que si nos toca, no vas a rabiar tu ná —dijo uno de los amigos.
—Nunca
toca, es un camelo. Un truco para sacarnos las perras.
—Lo
que pasa es que aquí, el Benito, no es más que un agarraó, jo, jo, jo —se burló
otro ante las risas de todos.
—Sí,
sí, reíros —Benito señaló con uno de sus largos y sarmentosos dedos a la
concurrencia—, pero cada año os gastáis el dinero ganado duramente, ¿y para
qué? Para nada. Sois idiotas. Con ese dinero que os gastáis cada año, si lo ahorráis,
os comprabais muchas de las cosas que decís queréis compraros con el Gordo de
la Lotería.
—Pero
Benito, hombre —exclamó alegre Juan—, que no es eso solamente. Es una forma de
estar con los amigos, una bonita costumbre de la Navidad.
—La
Navidad, bah, otro cuento para bobos.
—¿Cómo?
—se picó uno de los parroquianos— ¿Es qué ya no crees en la Navidad?
—No
en esta Navidad, toda falsa y llena de niñatos borrachos y malcriados. ¿Qué
Navidades son estas? Ya no son como las de antes. Antes las costumbres eran más
sencillas, pero más honestas. La Navidad se vivía como lo que era. No como
ahora, no como ahora…
—Bueno,
ya nos estas aguando la fiesta —se quejó Juan—. La Navidad es lo que es. Vale
que ahora sea más comercial que otra cosa y que sea muy diferente a cuando éramos
niños o jóvenes, pero los tiempos cambian, amigo, y hay que adaptarse.
—El
cambio no siempre tiene porque ser a mejor. Pero para que discutir, copón.
Mejor me marcho…
—¿Pero
vas a comprar un décimo o no?
—No.
Juan no insistió más y frotó con
energía la barra con un trapo húmedo, gesto que hacía cada vez que estaba algo
alterado o nervioso. Y es que Benito poseía el don de poner nervioso a todo el
mundo con su agrio carácter. Benito dejó en la mesa el importe de la cerveza en
monedas y salió del bar con paso lento y cansino, haciendo un leve gesto con la
mano para despedirse. Atrás quedaron sus vecinos y amigos realizando
comentarios, la mayoría para explicar que Benito era un tacaño incapaz de
gastarse el dinero en algo como la Lotería.
Benito era alto, casi un metro
noventa, pero andaba encorvado y con las rodillas algo flexionadas, lo que le
hacía aparentar ser más bajo. De pelo canoso pero abundante, patillas generosas
y rostro anguloso y delgado, como todo su cuerpo. Tenía sesenta años y vivía
solo en una casa en un bloque de pisos de cuatro plantas de altura, sin ascensor
y con una escalera empinada que era el terror de las amas de casa que vivían en
las plantas superiores cada vez que debían salir a realizar la compra. En el
vecindario se le conocía como el
pegamentos, porque parecía que tenía pegamento en las manos que le impedía
soltar el dinero. Huelga decir que la fama de tacaño que tenía era inmensa.
Pero Benito no era tacaño, tan sólo
estaba amargado de la vida y no poseía ilusión alguna. Regentaba un pequeño
taller de zapatero en una esquina del barrio, que le fue cedida por su padre
que a su vez la recibió de su padre, el abuelo de Benito. A pesar de que en
estos tiempos las tiendas pequeñas y los negocios familiares eran escasos,
nunca le faltaban clientes a Benito. Y puesto que el local era suyo, obtenía
beneficios que si bien no eran muchos eran lo suficiente para asegurarle
gastos, comida, un modesto sueldo y poder ir ahorrando.
Muchos se sorprenderían de saber el
dinero que Benito tenía ahorrado en un banco, pero otros argumentarían que era
lógico, puesto que al ser un tacaño nunca gastaba. Lo primero era cierto, pero
no así lo segundo. Benito no gastaba no porque fuera un tacaño, sino porque
nada le llamaba la atención. No poseía ilusiones, ni meta alguna más allá de
abrir el taller a las ocho de la mañana y atender a los clientes. Su vida era
una rutina de color gris pero que a Benito le satisfacía.
Siempre estaba solo, aunque todo el
mundo en la zona le conocía. Y tenía amigos, como los del bar de Juan, pero no
era de reunirse con los conocidos y estar de francachela. Si acaso algún mus,
un dominó o ver un partido del Real Madrid, de sus pocas aficiones. Los
domingos a misa, y si hacía buen tiempo, quizás un paseo por el parque de la
barriada o si se terciaba, por el centro de la ciudad simplemente por ver si
las cosas cambiaban. Aparte de estas distracciones, la vida de Benito
transcurría de su casa al taller, al bar a tomar el café o la cerveza, y a casa
de nuevo. Una mujer venía dos veces a la semana y le limpiaba la casa a buen
precio, y también le solía dejar comida hecha, pero Benito comía más bien poco.
Y aunque nunca lo reconocería, le gustaban los menús que se servían en “El tío
Lucas”. Los vecinos decían de él que era un viejo amargado, solitario y huraño
que no gustaba de relaciones, pero nadie podía decir nada malo de él. Sus
precios en el taller eran justos, nunca los subía y cobraba por el cambio de
unas suelas lo mismo que hace diez años. Y si no tenías dinero no te cobraba al
momento, sino que podías pagar más tarde. Una actitud extraña para quien se
decía que era un tacaño. Pero todos sentían lástima por él, porque no era bueno
que una persona estuviera siempre sola.
Muy pocos conocían la vida pasada de
Benito y el porqué de su abatimiento y tristeza, aunque realmente habría que
describirlo como falta de ilusión y resignación. Ahora viejo, encorvado y
arrugado, pocos podían imaginar en Benito a un mozo guapo y de pelo negro, de
sonrisa fácil y picara mirada que tenía a las chicas locas de amor. Nunca le
faltaron novias, y si dejaba a una enseguida tenía otra que caía rendida a sus
pies. Hasta que conoció a María de los Dolores, nieta de una gitana, de pelo
largo y negro como el ala de un cuervo, piel ligeramente oscura y ojos negros
como la más oscura de las noches. El amor fue instantáneo entre los dos y, como
mandaban los cánones de la época, se casaron por la Iglesia y se fueron a vivir
juntos, dichosos y con mil planes. El taller de zapatero aseguraba a la pareja
ingresos económicos y María entraría a trabajar como costurera en una fábrica
donde ahora se alzaba un hospital. Fueron tiempos maravillosos plenos de luz,
con dos jóvenes que se amaban con locura convencidos que la suya sería una
historia de felicidad plena con altibajos, claro, pero satisfactoria.
Hasta que llegó un invierno más frío
de lo habitual en unos tiempos en que los inviernos eran ya inclementes. Y una
neumonía que se complicó más de lo deseable se llevó a María en plena juventud
y belleza. El mundo de Benito se derrumbó y con él las esperanzas de vivir una
vida feliz. Sí, muy pocos sabían que Benito estuvo casado, pero ya no quedaba
nadie con vida que supiera que no solamente murió la mujer de Benito, sino
también su hijo, porque María falleció estando embarazada de dos meses.
Solamente Benito cargaba con ese secreto y ese dolor, y desde aquel infausto día
no volvió a ser el mismo. Pudo casarse tras el consabido luto, pero ya no había
alegría o esperanza en el corazón de Benito y, por tanto, sitio para otro amor.
Y Benito se encerró en la soledad y en la tristeza, en su vida y en el taller,
y creó a su alrededor un muro para evitar que nunca en la Vida nada más le
pudiera hacer daño. Y el tiempo pasó, y pasó, y pasó…
Benito se apretó las solapas del
abrigo con las manos y luego las metió en los bolsillos. Estaba anocheciendo y
lo hacía rápido, cayendo la temperatura. Apretó el paso para llegar cuanto
antes a casa y encender la estufa de gas y entrar en calor. En las calles había
mucha gente yendo y viniendo a sus cosas, y coches que circulaban por la
carretera principal que cortaba en dos el vecindario. Hace unos años eran pocos
los automóviles, pero ahora estaban por todas partes haciendo ruido y
contaminando. Aparcados en todas las aceras, encimas de ellas, provocando
atascos en las carreteras, coches, coches…
Las luces de Navidad brillaban en
alegres colores de un lado a otro de las calles, y por todas partes los amigos
y vecinos se saludaban y se deseaban lo mejor. Benito era creyente, y claro que
creía en la Navidad, pero de una forma mucho más antigua y conservadora, tal y
como le enseñaron sus padres. De todas formas, puesto que nada tenía que
celebrar, tampoco es que le entusiasmara demasiado estas fechas. Es más, le
ocasionaban ciertas molestias, pues tendría que cerrar el taller los festivos y
se vería con días ociosos en los que no sabría qué hacer ni dónde ir.
Caminando mientras refunfuñaba, algo
habitual pero al menos había conseguido no hablar solo en la calle como lo
hacía en casa, giró en una esquina y se internó por las calles camino de su
casa. En esta zona el tráfico de coches ya era muy escaso, pues eran calles muy
secundarias, estrechas y tranquilas. Y eso que por todas partes se podían ver
carteles luminosos de tiendas de chinos, o de productos latinos, o de
restaurantes turcos… Ah, como había cambiado todo desde que él era joven. Antes
este barrio fue muy pobre y modesto, y duro, pues hubo mucha delincuencia, pero
ahora era diferente. El barrio languidecía en una lenta pero inexorable
decadencia, pero la entrada de inmigrantes había rejuvenecido la zona. Nuevas
familias con nuevas ambiciones, nuevos negocios y nuevas ilusiones. Y el barrio
fue adelante, subiendo y convirtiéndose en un buen lugar para vivir. Claro que
todavía había cosas malas, pero era natural en sitios con tanta gente.
A Benito ni le molestaba ni le
alegraban los cambios o los nuevos vecinos, le daba todo igual. Mientras su
mundo fuera igual que más daba lo que ocurriera a su alrededor. No se metía con
nadie, tampoco es que ayudara mucho, pero a cambio no perjudicaba a nadie, que
se le dejara en paz, eso es todo lo que pedía. Y en estas estaba, pensando en
sus mismas cosas de siempre, cuando algo en el suelo le llamó la atención. Al
principio pensó que era un billete, dado el tamaño quizás uno de cien euros,
pero cuando se inclinó un poco, acercándose al coche estacionado, comprobó que
era un décimo de Lotería tirado en el suelo, junto a la rueda delantera y en el
arcén. Su primer impulso fue seguir caminando, pero al comprobar lo nuevo del
décimo se decidió y lo cogió con manos ateridas por el frío. Ya era de noche y
la temperatura bajaba cada vez más, de ahí que ya casi no hubiera gente por la
calle. Vaya, claro que se veía nuevo el décimo, como que era del próximo sorteo
de Navidad a celebrar en apenas un par de días. Algún despistado lo perdería.
—Bah,
gastarse el dinero en esto para luego perderlo, que tontería…
Se lo metió en un bolsillo del
abrigo casi sin pensar y siguió camino. Un par de manzanas más y estaría en
casa. Cuando llegó al portal ya ni se acordaba del décimo. Subió las empinadas
escaleras (malditos arquitectos que diseñan escaleras que jamás utilizarían)
despacio, vivía en el cuarto piso, pero cuando llegó al segundo escuchó voces
que venían del tercero y se quedó quieto. Las reconoció al momento. Eran de su
vecina, una joven que tenía dos hijas, una de ocho años y otra chiquita de
apenas nueve meses, y un marido que se pasaba el día por las calles vendiendo
pañuelos y chicles desde que perdiera el trabajo en la construcción. Eran
latinoamericanos, quizás bolivianos, o peruanos, a Benito le daba igual, pues
no se metía en los asuntos de nadie. Eran vecinos que no causaban problemas y
ya. En ocasiones se escuchaban los típicos ruidos de la niña jugando, o del
bebé llorando, pero eso no molestaba a Benito en nada. Para quien vivió durante
muchos años al lado de un vecino borracho que cada vez que bebía le daba por
imitar a Manolo Escobar o al Fary, aunque fuera de madrugada, aquello no era
nada.
La otra voz, con la que hablaba la
mujer (ni siquiera sabía cómo se llamaba), también la reconoció. Era la de
Genaro, el propietario de varios pisos del inmueble que alquilaba. Era un
hombre algo más mayor que Benito, gordo y de cara redonda y con papada y un
gran bigote. Benito agudizó el oído, aunque no era un cotilla, quiso saber de
que hablaban. Genaro pedía a la mujer el pago de varios meses de alquiler, y
que la situación era intolerable, había sido paciente y generoso pero debía
afrontar pagos y necesitaba el dinero. Si no podía pagar, lamentándolo mucho,
tendría que echarles del piso. La mujer decía que les diera algo más de tiempo,
que su marido estaba buscando trabajo y que un amigo les había asegurado que
para enero necesitarían gente en no sé qué sitio. Pero Genaro insistía e insistía
y aseguraba que estaban abusando de su buena fe y que le obligaban a hacer algo
que no quería.
Benito gruñó de rabia en su
interior. Genaro era un bufón y una mala persona. Benito le conocía desde hace
mucho tiempo y sabía que era un avaro de corazón negro que ganaba dinero a base
de alquileres altos y de una sastrería donde tenía a muchas mujeres trabajando
a las que pagaba poco. La crisis, siempre ponía la misma excusa. La mujer
intentaba convencer a Genaro y pedía un poco más de tiempo, pero Benito sabía
que Genaro no se iba a ablandar puesto que ya se había visto en muchas
situaciones como esta y nunca había mostrado clemencia. El alquiler que pedía
por estos pisos de dos habitaciones era abusivo, y nunca los tenía en buen
estado que se dijera, pero siempre evitaba las inspecciones y tenía a los
inquilinos controlados.
—Por
Dios, es Navidad… —fue la débil y última intentona de la mujer.
—Y
cuando no es Navidad, es Semana Santa, y si no la fiesta del barrio —replicó
con mal humor Genaro—. Ya he tenido mucha paciencia. Tienen quince días, si
para entonces no he recibido al menos el cobro de tres meses tendrán
notificación judicial y tendrán que irse.
—¿Y
dónde iremos?
—Como
comprenderá, señora, ese no es mi problema…
Malditos usureros, pensó Benito, que
comenzó a caminar y subir los escalones. En la televisión veía las noticias y a
la gente quejándose que los bancos echaban a las personas de sus casas al no
poder pagarlas, y culpaban a las entidades financieras de estos males. Pero
Benito sabía muy bien que la inmensa mayoría de las casas en alquiler
pertenecían a particulares, no a bancos. Madrid estaba repleta de Genaros que
no dudaban en desahuciar en cuanto sus inquilinos se retrasaban un tiempo en
los pagos. No eran bancos que nunca conocían personalmente a sus clientes, sino
personas como Genaro los que echaban a la calle a familias o a ancianos, y sin
que les importara lo más mínimo su situación actual. Cierto que algunos no eran
más que caraduras que se gastaban el dinero en coches caros o viajes a todo
lujo y luego no tenían dinero para el alquiler o la hipoteca, pero muchos no
eran más que familias en apuros que únicamente necesitaban una oportunidad que
no se les concedía porque los Genaros no lo permitían.
Pero aquello a Benito no le
concernía. Fiel a su máxima, no iba a meterse donde le llamaran. Cuando llegó
al tercero vio a Genaro metiendo unos papeles en una cartera de cuero oscuro y
a la mujer, pequeña y delgada, en la puerta de la casa con rostro angustiado.
Genaro miró a Benito, saludó bruscamente con la cabeza y bajó las escaleras
respirando muy fuerte.
—Buenas
noches —dijo Benito.
—Vecino
—respondió la mujer, que no debía tener ni tan siquiera treinta años.
De repente, saliendo de detrás de la
madre, hizo acto de aparición la chiquilla con alegre sonrisa, donde se
apreciaba la falta de un par dientes, ya que los de leche se le andaban
cayendo, y que daba a la niña la apariencia de un divertido duendecillo.
—¡Hola!
—exclamó la niña con espontaneidad.
—Er…
hola… —respondió no muy seguro Benito.
—¡Es
Navidad!
—Sí,
es Navidad…
—Cariñó,
no molestes al señor. Vamos dentro…
La madre tomó a su hija de la mano y
la metió dentro de la casa mientras cerraba la puerta, pero aun tuvo tiempo la
chiquilla de lanzar una última mirada alegre a Benito, que se quedó solo en el
rellano de la escalera.
Si había algo en este mundo que
ablandaba realmente a Benito eran los niños. Inocentes, confiados y siempre
alegres, motivaban su piedad y compasión, y le hacían suspirar al pensar cuan
diferente hubiera sido su vida si hubiera tenido una familia. Con gesto
resignado y cansado, Benito atacó las últimas escaleras y entró por fin a su
casa.
* * *
La mañana del sorteo Benito se
encontraba en el bar de su amigo Juan. Como todas las mañanas, solía cerrar la
zapatería unos minutos e irse a tomar un café caliente con unas porras o
tostadas. Allí estaba ya la televisión encendida a todo volumen, con los niños
del colegio San Idelfonso cantando con sus cuidadas voces los números y los
premios. Por la cara de Juan y de algunos de los parroquianos, el Gordo ya
había salido y, como todos los años, no les había tocado. Juan maldecía su mala
suerte, pues el premio había tocado en Madrid, y no muy lejos del barrio, pero
eso, en una ciudad tan grande como la capital de España, era como decir al otro
lado del mundo.
Benito reía para su interior,
satisfecho de tener razón otro año más.
—Ya
te dije que es una tontería gastarse el dinero en estas cosas.
—Bah,
que Cristo me confunda —exclamó Juan limpiando con furia el mostrador con su
paño—. Casi cien euros tirados a la basura, ni la pedrea.
—Je,
je, je —Benito sorbió lo que quedaba del café y miraba a la pantalla.
En la televisión salieron unas
personas gritando, riendo y dándose abrazos ante la puerta de un
establecimiento de venta de Lotería. Eran los afortunados que poseían el número
ganador. Descorchaban botellas de champan y pegaban saltos. Una rubia reportera
les preguntaba que iban a hacer con el dinero y esas cosas. Un hombre puso ante
la cámara de televisión su décimo premiado.
—¿Qué…
qué número era ese? —preguntó Benito.
—¿Qué
más te da? Si no juegas —respondió malhumorado Juan desde detrás de la barra
mientras servía un café a otro cliente.
—Por
curiosidad, rediez.
Juan se lo dijo y algo emergió de
las profundidades de la mente de Benito, pero al comprobar la hora y que debía
volver al taller lo desechó de inmediato. Pagó y se marchó a su tienda.
Por la noche, en casa, Benito volvió
a acordarse del número del Gordo y entonces se metió la mano en el bolsillo
interior del abrigo. Allí estaba. Era el décimo que se encontrara tirado en la
calle. Un momento… ¿Qué número había dicho Juan que era? Se acercó al televisor
y lo puso. Puesto que era la hora del noticiario, y la noticia del día, no le
fue difícil encontrar el número del Gordo. El corazón le dio un vuelco. ¡No
podía ser! Era el mismo número que el décimo que poseía. Benito lo comprobó
hasta cuatro veces, dándose cuenta al final que por una de esas cosas de la
Vida era el dueño de un boleto ganador. ¿Y cuanto le había tocado? Silbó
largamente. Era un buen pellizco que, bien administrado, le daría para vivir el
resto de su vida con comodidad e incluso lujos.
Benito se sentó en su sofá, algo
confundido. Podría cerrar el taller y no volver a trabajar más. Incluso viajar…
Pero no, en su rutinaria y gris vida la zapatería era su ancla, su forma de
vivir, no creía posible, al menos todavía, retirarse y cerrar el taller. Y bien
pensado, era cierto que era mucho dinero el que le había tocado, pero, ¿para
qué lo quería realmente? Ya tenía bastante en su cuenta de ahorros, y si lo que
quería era tener algún lujo y viajar podía hacerlo perfectamente ahora y sin
necesidad de premios. Si no lo hacía era porque no quería.
¿Quién iba a disfrutar de ese
premio? No tenía a nadie. Su familia más cercana hacía mucho tiempo que ya
había muerto. Sabía que tenía algún que otro primo, pero tras más de treinta
años sin verlos a saber si tan siquiera seguían vivos. Estaba solo, comprendió
de repente, tan solo y con tan pocas ilusiones que ni siquiera un premio tan estupendo
como el Gordo de Navidad le causaba cierta alegría. Tristemente, comprendió que
el dinero del premio iría a su banco donde vegetaría sin gasto alguno.
Benito sintió una punzada de lástima
por la persona que perdiera el décimo. Seguramente ese dinero le haría mucha
más falta que a él. Aunque su mote fuera el de el pegamentos, no era un tacaño ni un avaro, y Benito tuvo la
certeza que si supiera quién era el dueño del billete se lo entregaba. Pero…
El llanto de un bebe le llamó la
atención. ¿Cómo podía escucharlo? Ah, comprendió que la ventana de la cocina
que daba al patio interior del edificio estaba abierta desde la tarde para que
se ventilara un poco la casa. Con gesto cansino, Benito se levantó y fue a la
cocina para cerrar la ventana. El niño seguía llorando. Era el crío de la
vecina de abajo, la familia que tenía pendiente la amenaza de desahucio…
El chispazo en su mente fue como el
estallido de una estrella en la negrura de la noche. A su mente le vino el
recuerdo de la niña graciosa con la sonrisa de duendecillo simpático y supo lo
que tenía que hacer. De inmediato, rebuscó entre los cajones hasta que dio con
un sobre. Metió en él el décimo y salió de casa.
Bajó con cuidado los escalones para
no hacer ruido. No quería que nadie le viera, porque si eso ocurría entonces
sabía que nunca lo haría. Llegó a la puerta de la vecina, desde donde se
escuchaba, aunque apagado, el llanto del bebé. Estaba dando la noche a sus
padres. Benito se agachó y metió el sobre por la rendija de la puerta y el
suelo. Lo empujó y adentro, el sobre desapareció. Satisfecho, se irguió y se
dirigió a la escalera para ir a su casa. Entonces, a su espalda, el ruido de un
cerrojo al descorrerse y de una puerta abriéndose le hizo quedarse en el sitio
helado. Lentamente giró la cabeza y vio a la niña, que le sonreía y miraba.
Tenía el sobre en la mano. El llanto del bebé era ahora más audible e intenso.
—¿Esto
qué es? —preguntó la niña con acento gracioso.
—Eh…
es para tu madre —respondió Benito—. Dáselo y cierra la puerta.
—¿Pero
qué es? —insistió la chiquilla.
Benito suspiró resignado. Se acercó
un par de pasos y dijo en voz baja.
—Eso
es un regalo para vosotros. Pero es un secreto, ¿vale? Entre tú y yo…
—¿Un
secreto?
—Sí,
un secreto. No le digas a nadie, ni tan siquiera a papá y mamá, que te he dado
este sobre. Les dices que lo has encontrado en el suelo y ya, ¿de acuerdo?
—¿Por
qué?
“Eso, ¿por qué estoy perdiendo el
tiempo aquí?”, pensó con fastidio Benito.
—Porque
ya te lo he dicho. Es un regalo que… que… Papá Noel hace a tus padres. Soy un
ayudante secreto de Papá Noel, ¿sabes? Nadie tenía que haberme visto, pero tú
lo has hecho. Y si le dices a alguien que me has visto entonces os quedáis
todos sin regalos porque Papá Noel se enfadará.
—¡No
diré nada, señor! —exclamó la niña con los ojos abiertos como platos.
—Pues
hala, para casa y cierra la puerta.
La niña afirmó muy seria y
preocupada con la cabeza y cerró de inmediato la puerta, pero la abrió
rápidamente y dijo.
—Señor…
—¿Quéeeeeee?
—Gracias.
Y cerró. Benito sonrió. Pues sí que
había sido difícil.
* * *
Al día siguiente muchos curiosos y
vecinos se acercaron al portal, y también cámaras y reporteros de televisión.
Todos querían conocer a la afortunada familia poseedora de un décimo con el
Gordo de Navidad. Pero era sobre todo la historia que contaban los padres lo
que atrajo la atención de todo el mundo. Afirmaban que había sido un milagro,
pues el boleto estaba en un sobre que su hija había encontrado en el suelo del
pasillo de la entrada. Alguien lo había introducido por debajo de la puerta.
—¿Quién
cree que ha podido ser tan generoso?
—¡Un
alma bendecida por Dios! ¡O un ángel! —respondió emocionada y llorando la madre
a la rubia reportera— ¡Qué Dios le bendiga para siempre!
Porque la historia de la familia era
de apuros intensos, y ese premio les sacaba de sus problemas y les arreglaba la
vida. Cuando la niña fue preguntada como encontró el décimo, dijo.
—Lo
trajo un ayudante secreto de Papá Noel…
Pues menos mal que iba a guardar el
secreto. Bueno, se consoló Benito, al menos no había dicho que era él ese ayudante
secreto. Satisfecho, Benito salió del taller y caminó, como todos los días, al
bar a por su café caliente. Su vida gris se vio salpicada por algo de
luminosidad, pues al menos ya no era tan gris. No le importaba que nadie
supiera que esa persona buena y generosa era él. ¿Qué importa la opinión de los
demás? Solo importa la de uno respecto a sí mismo. Y es fácil hacer grandes
acciones delante de todos y esperar las alabanzas. Lo difícil es hacer lo
correcto simplemente porque sí y alejado de las miradas de todos y sin esperar
nada a cambio, con tan solo un espontaneo “gracias” ofrecido de corazón como
recompensa.
Lo único que fastidiaba a Benito era
el hecho que Genaro, ese ambicioso sin escrúpulos, también iba a salir ganando,
ya que se le pagarían los atrasos, aunque ojalá que la familia se mudara a otro
piso mejor. Ahora que lo pensaba, la próxima vez que Genaro le trajera zapatos
para arreglar dejaría un clavo con la punta para adentro en el interior. Sí
señor, sería digno de ver el salto que pegaría Genaro en cuanto pisara el
clavo…
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Este relato ha sido escrito por Juan Carlos Sánchez
Clemares, a quien pertenecen todos los derechos de autor y de publicación.
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